Agnósticos al ataque
LUIS Buñuel, en alarde de sincretismo agnóstico y de cinismo vital, solía repetir: «Soy ateo, gracias a Dios». Entre nosotros siempre ha tenido aceptación y respeto el dicho equívoco porque así, con la media verónica de la sonrisa, es más fácil escapar del compromiso: el límite del terror intelectual para el español medio. La costumbre es válida para los salones y las sobremesas. Las decadentes tertulias de los casinos pueblerinos y sus equivalentes urbanos lo admiten todo y una nota de frívolo desparpajo no le viene mal a una tradición de imposiciones dogmáticas y excluyentes. Otra cosa es cuando se trata de convertir en doctrina y trasladar a la opinión pública lo que sólo tiene dimensión de chascarrillo amical y privado.
El debate sobre la existencia de Dios es un clásico de la vida española. El maestro Sebastián de Covarrubias, cuando nacía el XVII, en su indispensable Tesoro de la lengua castellana o española, ya arremetía con saña contra los agnósticos, de quienes decía que «fueron unos hereges muy sucios y asquerosos, aunque ellos se pusieran el nombre arrogante y fanfarrón de gnósticos, científicos, famosos y sabios (...) siendo unos grandes necios, puercos y famosos bellacos». Claro que una cosa es dudar de la existencia de Dios, incluso negarla, y otra muy distante y más española, como un efecto más de la ley del péndulo nacional, convertirse en antiteo y hacer campaña contra las creencias ajenas. Respetables por ser, precisamente, creencias y ajenas.
En Londres, Barcelona y Madrid, en curiosa y simultánea coincidencia, varios autobuses de transporte municipal lucirán en sus flancos y en su popa, antes de que acabe el mes de enero, una pancarta con el siguiente lema: «Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida». La religión, la unión del hombre con Dios, tiene un núcleo de intimidad, independientemente de los fastos y liturgias que puedan enmarcarla, que es contra lo que se dirige esta singular campaña que promueven distintas asociaciones de ateos. ¿Por qué? ¿Es necesario no ser creyente para disfrutar de la vida?
Si de mí dependiera, los autobuses circularían sin pancartas propagandísticas y en las calles, mobiliario urbano incluido, no habría publicidad exterior. La calle debiera ser neutral, sin provocaciones de consumo o de cualquier otra naturaleza; pero, ya que entra en el reglamento, hay poco que objetar contra una campaña como la que se perpetra. Sólo la sospecha sobre su intención. La prédica del Evangelio tiene, entre nosotros, un arraigo histórico, cultural y social. ¿A qué obedecen el interés y la actividad contra esas inercias de la fe o de las costumbres? Podría ser que no todas las civilizaciones estuvieran a favor de una alianza y algunas quisieran anular a las demás. Es posible que Dios exista...
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