El (otro) hombre del año
AUNQUE los focos que iluminan al Hombre del Año se los ha llevado de forma unánime Obama -sobre el que Zapatero ha escrito un artículo en el que proclama que ¡«el cinismo ¡es el peor enemigo de la política»!- por su novedosa irrupción cargada de expectativas en medio de la crisis planetaria, hay un dirigente europeo que en 2008 ha mostrado parte de la medida que se esperaba de él cuando llegó al poder subido en otra ola de esperanza regeneradora. Se llama Nicolas Sarkozy, es pequeño y explosivo como un megatón, y lleva dentro un impulso de determinación y coraje que ha terminado aflorando en este año de parálisis tras el decepcionante arranque que le sacó de la esfera del liderazgo internacional para proyectarlo en el vidrioso mundo del vedettismo mediático y de la prensa rosa.
En una Europa esclerotizada por la recesión, desarticulada de respuestas coherentes y falta de cohesión política, Sarko ha tomado las riendas para ocupar el vacío de una Unión sin líderes con perfil definido.
En seis meses vertiginosos de presidencia comunitaria, el jefe del Estado francés ha dejado de ser el marido de Carla Bruni para ejercer todos los papeles que han estado a su alcance, levantándose como referencia frente al vacío que suponía el largo relevo institucional en Estados Unidos, donde hay un presidente que de hecho ya no está y otro que aún no ha llegado. Con su estilo rápido, audaz y expeditivo, atajó la crisis de Georgia, desatascó el colapso estructural del tratado europeo y asumió sin titubear el protagonismo continental frente a la crisis, con un papel estelar en la convocatoria y desarrollo de la cumbre de Washington, en la que se permitió la condescendiente arrogancia de llevar bajo su patrocinio a España, Holanda y Chequia; el patético espectáculo de un Zapatero implorante ante el «pequeño Napoleón» ofrece una idea bastante gráfica del modo en que éste se ha erigido en un factor clave del orden mundial. Sólo el absentismo de una Angela Merkel absorbida por sus dificultades internas ha impedido el relanzamiento completo del proyecto francés de un núcleo duro que tire del abigarrado, disperso y heterogéneo carro multinacional en que se ha convertido el club de Bruselas.
Sarkozy parece haber sido el único en comprender que Europa necesita un espejo en el que se refleje la proyección de Obama para evitar su previsible rol secundario en la recomposición de la escena global que dibuja la elección del nuevo presidente americano. En ambos casos, se trata de una cuestión esencial de liderazgo, ese intangible que proporciona a los ciudadanos la sensación de hallarse representados por dirigentes capaces de interpretar sus esperanzas. América lo perdió con Bush, que dilapidó el capital de solidaridad global acumulado tras el 11-S, y Europa lo ha ido disolviendo en una generación política irrelevante tras la retirada de los Kohl, Thatcher, Mitterrand y hasta González. En un panorama de crisis, con sus secuelas de ablandamiento social y temores colectivos, sólo los liderazgos fuertes, al modo churchilliano, pueden impulsar respuestas a la medida de las circunstancias. El temido horizonte de 2009 va a probar si la consistencia de los «hombres del año» y demás estrellas de opinión pública está a la altura de las expectativas que vienen despertando.
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