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Política de retrete

EL presidente del Gobierno ha mandado tunear los retretes del palacio de la Moncloa, para que sus 644 asesores y sus brujos visitantes reciban en sus trances más privados las fragancias que dispensa un caro y sofisticado programador digital. Evidentemente se trata de un despilfarro superfluo, un inapropiado derroche de nuevo rico, pero ningún político de buen gusto haría de un asunto así algo más que una broma ocasional o un chiste al paso; sin embargo, una señoría del PP lo ha convertido en objeto de rifirrafe parlamentario. Contemplar a una ministra y una diputada discutir con toda seriedad sobre la higiene y el precio de los evacuatorios de Presidencia constituye un espectáculo de ínfima calidad dialéctica que podría ser en sí mismo una metáfora de la degradación de la democracia, cuyo nivel retórico ha pasado de la moqueta de los salones al azulejo de las letrinas. Como se trataba de damas se enzarzaron en una agria polémica de escatología política; si hubiesen sido varones -en ciertas circunstancias más vale no hablar de caballeros- habrían polemizado sobre quién es capaz de mear más lejos.

De debatir, no hace tanto tiempo, sobre las figuradas cloacas del Estado, allá donde según González se manchaban las manos los fontaneros de la guerra sucia, hemos pasado a hacerlo sobre la turbia literalidad de las aguas mayores y menores del alto funcionariado presidencial del zapaterismo. Desde «Clochemerle», aquella deliciosa novelita de Gabriel Chevalier sobre las vicisitudes de un alcalde empeñado en construir un mingitorio en la Francia profunda de la Tercera República, no se había visto tanta alharaca por un excusado. Durante el felipismo hubo mucha guasa con los diecisiete baños de la casa de Miguel Boyer, pero la chirigota circulaba fuera de los cauces institucionales, en el territorio chusco de una retranca popular que bautizó la mansión con el mote de Villa Meona; a nadie se le habría ocurrido llevar al Congreso una interpelación formal sobre un expediente de esta índole residual, y menos todavía darle carta de naturaleza con una respuesta llena de hueca solemnidad política. Ni la ministra Salgado ni la diputada Nadal se hicieron un favor a sí mismas, y menos a la dignidad de la Cámara. Lo último que podíamos imaginar era un debate fecal con música de cisterna, aunque se trate de carísimas cisternas de diseño.

No es de extrañar que, contagiado quizá de la pasión escatológica, un orador tan habitualmente afinado como Rajoy acabase acusando a Zapatero de bajarse los pantalones ante el nacionalismo. La imagen, ciertamente categórica, es de una precisión innecesaria en el contexto del dispensador de fragancias instalado en los aseos monclovitas. Con razón decía Andreotti que en la política española «manca finezza»; en una discusión de este carácter quizás el presidente Bono habría debido de intervenir para zanjarla tirando de la cadena. Porque con órdenes del día tan exquisitos no hay forma de evitar que los ciudadanos piensen que tenemos una política de mierda.

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