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Tocada de borbones

EL presidente del Congreso es uno de esos hombres que, para bien o para mal, no deja indiferente a nadie (más para mal que para bien, para qué vamos a engañarnos). Si hay muchos que le acusan de ser un beatón que huele a sacristía y a incensario, no pocos sostienen -«sotto voce»- que su debilidad son las beatas. Las beatas en el sentido crematístico, arnichesco y chulapo; no vaya a ser que a algún filibustero le dé por pensar en lo impensable. Las beatas, o sea, el vil metal, la tela, los monises, la pasta, el circulante. El unto mexicano, hablando en plata. ¡Qué expresiones tan nítidas se acuñaban antaño! ¡Qué tiempos aquellos de la Nueva España! Ahora, sin embargo, en el viejo solar, fané y descangayado, los untos y los untes carecen de linaje y pueden venir de Rusia o de los cuatro puntos cardinales. En todo caso, no hay que prestar oídos a rumores infames, insidias ponzoñosas y cuchicheos de comadres. Porque la envidia, partera del rumor, es nuestro marchamo; la guinda -y la guindilla- de nuestra peculiar idiosincrasia.

De hecho, a este país le privas de la envidia y es igual que si le quitas a un jabugo la veta de tocino entreverado. Aliviará la báscula, tal vez; pero pierde la gracia y el carácter. A señor Pepe Bono, un pata negra, carácter no le falta. Y, en cuanto a la gracia, ¿qué decir de la gracia? La gracia es un milagro, un misterio insondable. Es -cogiendo por los pelos a los teólogos dogmáticos- una especie de injerto fascinante de la bondad divina y la libertad humana. Y dejémoslo ahí, puesto que José Bono, en teoría, juega con ventaja. De algo le servirá haberle caído en gracia a su ilustrísimo mentor Antonio Cañizares, un espíritu fino allá donde los halla. Una espada filosa -a fuer de toledana- que, en las disputas doctrinarias, corta un pelo en el aire.

A diferencia de su tocayo Pepe Blanco -creyente de boquilla y, a veces, de bocaza- Pepe Bono es un católico formal, devoto y practicante, aunque nunca consiga esquivar la tentación de pretender estar en misa y repicando. «Vanitas vanitatum et omnia vanitas», dice el Eclesiastés, vanidad de vanidades. Y soberbia, también, y ambición desbocada. El cómitre que marca el ritmo de las Cortes (por lo común, de mangas) no sólo peca de ello, sino que se recrea en la pecaminosa contumacia. No es raro, pues, que cunda la sospecha de que las florituras piadosas son, en realidad, cizaña y hojarasca. Que, incluso hoy en día, que no se le ve el cartón, se perciba la trampa. Dicho en cristiano -y nunca mejor dicho- que es un auténtico sepulcro blanqueado.

La última virtud que el virtuoso Pepe Bono ha pescado en la hondura de su almario consiste en ejercer la tolerancia con una ligereza intolerable. Absolver a Joan Tardá de la tocada de borbones con la que ha soliviantado al respetable (sin exigir, siquiera, que rece lo que sepa, ya puestos a que todo quede en nada) es un insulto a la ciudadanía y a sus representantes. ¿O es que los diputados se pueden permitir el lujo de ejercer de primarios -y hasta de primates- mientras que los demás estamos obligados a no pasar de extras o de secundarios? ¿Es lícito que se le meta un puro a un dibujante reo de insuficiencia coronaria y fumárselo luego si son los socios del Gobierno quienes le dan fuego al habano? El señor Bono es un experto en transformismo, mas el papel de San Francisco no le cuadra. ¿San Francisco de Asís? ¿«Il poverello»? Lagarto, lagarto. Así que menos lobos y más estar por el rebaño.

Porque Tardá, que es un provocador; de ingenuo no tiene ni las trazas. Ingenuo era el doctor Dolcet, representante de ERC en el Madrid republicano que, llegada la hora de ocupar su escaño, le preguntó a un amigo que debía ponerse a fin de vestir el cargo. «Un «traje» de nit», respondió el viajado. Y el señor Dolcet, que ese sí que era un santo, no salía del pasmo. «Com, com... en pijama». Antes en pijama que con el culo al aire.

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