Gomorra
ESE silencio viscoso de Azpeitia, esa falsa y espesa normalidad atravesada de recelos, ese miedo denso, esas miradas torvas, esa inmóvil partida de cartas en la mesa del muerto, esas nueve personas solitarias concentradas en repulsa del crimen, son el retrato de una sociedad enferma, infectada del virus de la indiferencia por el sufrimiento ajeno. Una mezcla pringosa de cobardía y desapego, una profunda insensibilidad, una hosca ausencia de sentimientos, un deshumanizado hábito de abulia que hace años que domina el paisaje moral del País Vasco, cubierto por la bruma gris de la intimidación, el sometimiento y la desconfianza.
Sólo en Sicilia, o en Calabria, o en Nápoles, se palpa una atmósfera así; territorios donde la Cosa Nostra, la N´dranghetta o la Camorra imponen la ominosa sordina de la anuencia y la resignación, la ley oscura del acatamiento y la sospecha. Lugares donde la violencia se apodera de la escena común con una espiral coactiva de sumisión a la sangre, donde nadie se siente seguro porque acechan en cualquier parte los ojos ocultos del crimen, la vertiginosa mirada de vidrio de la muerte. Esa Gomorra que Roberto Saviano ha descrito con tan escalofriante certeza, con sus culpables connivencias forzosas y sus silencios ahogados en rabia, con el siniestro tableteo de las armas en calles de ventanas atrancadas, con su puñado de justos acorralados dándose unos a otros el débil calor del coraje; esa simbólica ciudad sin Estado humillada bajo una amenaza innombrable y omnipresente, degradada por el rencor y la culpa, habita en Euskadi bajo la indolencia displicente y temerosa de testigos que no recuerdan, de vecinos que no hablan, de amigos mudos, ciegos y sordos de las víctimas que se parapetan en el escudo de una baraja de tute para esconderse de su propia renuncia a la dignidad y al valor. Sólo que en el País Vasco todo ese universo de miseria moral palpita bajo una espesa capa de odio, un encono político y civil administrado por una macabra tribu de brujos crecidos ante la impunidad de su desafuero.
Es la gran obra del nacionalismo: una sociedad encogida, amedrentada, desfallecida, desarticulada de otro resorte que no sea la complicidad y el miedo. Durante treinta años, los nacionalistas han dejado crecer esa semilla torva de exclusión y han permitido que los hechiceros del terror hiciesen el trabajo sucio de extinguir todo atisbo de resistencia o de arrojo. Han estigmatizado a los discrepantes y santificado una sucia equidistancia entre víctimas y verdugos para levantar en el barro de la ruina civil una lúgubre y hedionda barraca de poder. Y se han acomodado en ella hasta tal punto que ni siquiera se rebelan cuando incluso a ellos mismos les toca pagar el tributo de sangre impuesto por los nigromantes cuyo delirio han azuzado con coartadas, excusas y casuismos.
Nueve justos, nueve, se plantaron a cuerpo limpio en la calle de Azpeitia la noche que mataron a Ignacio Uría, mientras sus compañeros de café proseguían sin inmutarse la partida de naipes. A los habitantes de la sórdida Gomorra vasca ya no les conmueve siquiera la caída de uno de los suyos. Y acaso estén tan muertos como él, pero no lo saben... todavía.
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