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Monjas

POR lo que recuerdo, y por increíble que parezca a las generaciones más jóvenes, el imaginario o la imaginación del antifranquismo no abundaba en referencias a la guerra civil. Para los de mi hornada, y creo que sin excepción, la guerra civil era una narración construida por el régimen, con su martirologio y sus gestas. En general, podría afirmarse que, a la altura de los años sesenta, tal narración estaba ampliamente desacreditada, tanto entre los hijos de los vencidos como entre los de los vencedores, pero tampoco existía una narración alternativa que mereciera consenso. Cada capilla tenía su relato canónico. Limitándonos a la oposición que se autodenominaba comunista, los maoístas leían a Vilar; los troskistas a Broué y Temine, y los del PCE, a la Pasionaria. Sobra decir que tales relatos eran contradictorios e incompatibles entre sí. Y además breves, narrativamente deficitarios y pobrísimos como veneros de imágenes, dado su carácter de alegatos políticos. La imaginación del antifranquismo de izquierdas estaba ocupada por la mitología común a la izquierda occidental en la Guerra Fría: la revolución bolchevique, la china, la cubana, los anticolonialismos y la guerrilla latinoamericana. O sea, la más acertada, según sentencia del tiempo, para no enterarse de la película.

Es cierto que la historia la escriben los vencedores, pero a los vencidos les queda la literatura. Pues bien, tampoco el exilio republicano fue pródigo en evocaciones literarias de la guerra civil. De hecho, el antifranquismo disponía de tres obras magistrales, y sólo tres, producidas por los derrotados: La llama, de Barea; Crónica del alba, de Sender, y Homenaje a Cataluña, de Orwell. Ninguna de ellas era como para encender entusiasmos retrospectivos, sino más bien lo contrario. Y es lógico, porque los vencidos que conservaban un mínimo de honestidad y genio creativo tendían a plantear qué se hizo por perder la guerra, más que a preguntarse qué hizo el enemigo por ganarla. El exilio produciría, eso sí, una gran cantidad de memorias exculpatorias y alguna rara palinodia como la de Valentín González, El Campesino. Con esos mimbres era imposible fabricar cesto alguno, y por eso el antifranquismo -el de verdad, no el inventado a posteriori por la progresía- no apeló a un mito épico de la guerra civil, aunque buena parte del mismo reivindicase la República. Felizmente, la ausencia de mitos bélicos bajo el franquismo tardío, por deterioro y descrédito de la narración de los vencedores y por ausencia de una narración antagónica en la oposición, facilitó la transición a la democracia. Lo que se negoció entre el franquismo reformista y el antifranquismo no fue una depuración de responsabilidades criminales de los bandos contendientes en la guerra civil sino una forma de gobierno. Hubo cesiones mutuas y hubo acuerdo, y de ese acuerdo no derivó solamente la asunción por la monarquía constitucional de valores y principios de la tradición republicana, desde el sufragio universal al Estado Autonómico. Fue posible también la reivindicación histórica de figuras del bando republicano y su incorporación a una cultura cívica común. El caso de Azaña es el más conspicuo, pero no el único.

Una democracia fundamentada en acuerdos pragmáticos no es una democracia amnésica. Por el contrario, necesita de la historia porque el pragmatismo sólo encuentra justificación en la experiencia, pero no admite otro mito que ella misma. La difusión del mito cainita de la guerra civil a rebufo del insensato experimento de la Memoria Histórica ha hecho algo más que asimilar la política a una guerra de carnaval. Ha llenado la imaginación de muchos con pornografía de paseos, fusilamientos y violaciones de monjas, como era de temer. Que el periódico español de mayor tirada airee alegremente este tipo de fantasías resulta obsceno e intolerable, pero la solución no está en escandalizarse, sino en advertir a quien corresponda que tal escalada puede acabar peor que el rosario de la aurora. Ayudaría mucho que los socialistas tuvieran los arrestos y la decencia de declarar que no se acercarán un palmo más al abismo por ese camino, y menos con ciertos compañeros de viaje.

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