El síndrome de El Pardo
Tomando como excusa la llamada memoria histórica, el país discute a voleo, por no hacer mudanza en su costumbre. Cierta izquierda está convencida de que exaltar el fusilamiento y la violación en nombre de sus ideas los hace más izquierdistas, cuando lo cierto es que sólo demuestran ser más sanguinarios. Cierta derecha, por su parte, asegura sin rubor que se puede asomar a la historia sin complejos, aunque pertenezca a un partido cuyo presidente fundador fue ministro de Franco. La desfachatez no tiene ideología.
Puede parecer que la enganchada es sobre la historia, pero en realidad versa sobre el presente. Cuando Hannah Arendt escribía que «el pasado siempre nos acecha», no se refería a que estuviera agazapado, pongamos que durante treinta años de bella transición, para de repente irrumpir a cuenta de unos esqueletos. Quería decir que lo que hemos sido permanece, forma parte de nosotros: uno es lo que ha llegado a ser. La transición es una brillante ficción construida por la clase dirigente española: durante algunas décadas llegamos a creer que el enfermo siglo XX español no había dejado secuelas. Fue bonito mientras duró, pero ahora despertamos bajo el síndrome de El Pardo: unos y otros se interpretan políticamente a sí mismos a través de los ojos de Franco. Su concepción pervive en esos izquierdistas que se empeñan en denostar a España como si temieran defraudar la imagen que el dictador se forjó de ellos, cristalizada en la expresión de «la anti-España». Subsiste también en la derecha antiliberal, fragante de sacristía, que cada cierto tiempo llama a formar a los que quieren ventilar los cubiles. Arreciaba tanto el síndrome que le hemos preguntado a un juez si realmente había muerto Franco. Y el muy atolondrado ha contestado que sí.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete