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Jergas

EN su Vida de Manolo, la extraordinaria semblanza que trazó Pla del escultor Hugué siguiendo los modelos de Boswell y Eckermann, y que acaba de aparecer en nueva y cuidada traducción castellana de Jordi Amat (Libros del Asteroide), se describe la mala vida barcelonesa del fin del siglo XIX a través de una sarta de nombres y apodos de los valientes o tunantes -el Cañet, el Galofre, el Mero, el Sumer («señorito» en argot)- que mandaban en los garitos y burdeles de la ciudad wagneriana y modernista. Parecen casi del Gotha si se los compara con los apelativos usados por la cúpula etarra: Txeroki, Txapote o Dienteputo (este último me trae recuerdos de la Bilbao del franquismo, donde se llamaba así a un voluntarioso militante del PNV, vendedor clandestino de calendarios por las tabernas del Casco Viejo).

Bajo el franquismo, los que andábamos en la bronca contra el régimen solíamos utilizar nombres de guerra. Creíamos, con bastante ingenuidad y optimismo sin fundamento, que el uso de seudónimos despistaba a la policía. La experiencia demostraba lo contrario, pero, así y todo, se persistía en la costumbre. Los militantes de medio pelo adoptábamos una onomástica vulgarísima, con la esperanza absurda de que pasaría más desapercibida, pero a los cuadros dirigentes les era difícil resistir la tentación narcisista de rebautizarse con nombres que tradujeran lo que Freud llamaba el ideal del yo, y Felipe González, por ejemplo, se puso Isidoro porque siempre había querido ser más obispo de Sevilla que el cardenal Bueno Monreal. En otros casos, el narcisismo impulsaba a conservar en el alias alguna huella del nombre auténtico, de modo que quedara constancia de que el ciudadano particular y el resistente heroico eran la misma persona. Al periodista Luciano Rincón, uno de los fundadores del Felipe y autor de una devastadora biografía de Franco publicada por Ruedo Ibérico, esta debilidad tan humana y comprensible le salió cara en años de cárcel, porque el fiscal se empeñó en probar que el Luis Ramírez de los libros que editaba Pepe Martínez Alier en París no era otro que Luciano, basándose en la coincidencia de las iniciales.

Los apodos de los etarras no tienen, evidentemente, esta función. Remiten más bien a atavismos tribales, del mismo orden, supuestamente, que la nomenclatura del hampa que evocaba Pla. Pero hay diferencias. El etarra medio es un valentón, un jaque, un matasiete, que alardea, como Txeroki, de hazañas cuanto más cruentas mejor, porque, total, no arriesga mucho y le dan prestigio en la chusma abertzale. Al Cañet o al Mero, si se les probaban muertes, les aplicaban el garrote vil a la vista de la muchedumbre. Dienteputo, el día que lo pesquen en alguna mansión rural cercana a Lourdes, montará el mismo numerito con que ha obsequiado Txeroki, durante su detención, al público que tanto le quiere. Cuando las expectativas son unos cuantos años en prisiones modernas, con vis a vis, buena alimentación y atención médica, y quizá negociación o, al menos, un retiro en Belfast a cargo de la seguridad social británica, uno se pasa de chulo en sus comparecencias judiciales. Los valientes de la Vida de Manolo se derrumbaban ante los jueces, pero el peor de ellos tenía más dignidad que los gudaris de hoy y del mañana.

Y otra diferencia. Dominar el vernáculo con el que los etarras desafían a la Audiencia Nacional depara, en tal sentido, alguna revelación. Por ejemplo, que Txapote, además de asesino, es un pedante. Emplea un idioma de laboratorio que a mi pobre abuela le habría sonado a marciano. «Tribunal», en el honrado vascuence del pueblo, ha sido siempre tribunal. En la vista por el asesinato del periodista José Luis López de Lacalle, el mentado Txapote ha recurrido a un neologismo de improbable pronunciación, epaimahai, para referirse al tribunal cuya autoridad rechazaba. Los matones de Pla eran gente brutal, pero hablaban un catalán de lupanar que Hugué comprendía sin esfuerzo. A los etarras, el nacionalismo les ha sodomizado el lenguaje hasta convertirlo en una jerga estúpida y pretenciosa que ni ellos mismos entienden.

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