Rumanos
CONFIESO que la política del chisme autonómico vasco no es algo que me apasione. Dominada por los nacionalistas desde hace casi tres décadas, ninguna de las combinaciones que admite parece capaz de superar la tendencia al aburrimiento mortífero, y no es de extrañar que la juventud más despabilada y emprendedora emigre a Madrid o al Congo antes de plantearse siquiera su afiliación a cualquiera de los partidos en presencia (o de cuerpo presente). Invirtiendo la famosa frase de Stephen Dedalus en el Retrato del artista adolescente, estos chicos se dicen: «ya que no podemos cambiar de tema, cambiemos de país». Y tienen razón. Yo, en su lugar, habría hecho lo mismo. Lo hice, quiero decir, pero tarde. Las nuevas hornadas tienen más oportunidades, más arrojo o son menos vulnerables a los chantajes emotivos. Gracias a ellos, el País Vasco se ha convertido de nuevo en lo que siempre fue antes de perder sus Fueros a manos de don Antonio Cánovas: una región rumana que exporta telecos, cocineros y presentadoras de televisión. Que Transilvania y Vasconia se asemejan bastante es algo que no le pasó desapercibido al poeta y diplomático Ramón de Basterra, destinado a la legación española de Bucarest en 1918. No me atrevo a citar de memoria, pero Basterra venía a decir que, cuando escuchaba a los pastorcillos valacos entonar la tristísima balada del maestro Manole sobre el fondo de un zumbido monocorde de abejas virgilianas, cerraba los ojos y le parecía estar en los prados del Gorbea.
También a mí me pasa. Cuando vuelvo de Alcalá a Madrid en el tren de cercanías, oyendo hablar sólo en rumano a mi alrededor, cierro los ojos y es como si viajase en el tranvía de Arratia. Porque el rumano y el eusquera -lenguas arcaicas y liminares de la Romania- son tan cercanas entre sí como el portugués y el gallego. Exagero un poco (a la manera del pobre Basterra, que murió demenciado). Pero no tanto. La calle Eminescu de Constanza se rotula en rumano Calea Eminescu. En vasco sería Eminesku kalea. Comparen ustedes. Yo creo que el rumano y el eusquera fueron inventados por el mismo tipo de gente: legionarios romanos que, abandonados a su suerte en el quinto pimiento, se liaron con pastorcillas bárbaras y trataron de conservar mal que peor su latín cuartelero, no precisamente el de Cicerón.
Ramón de Basterra era de Plencia, una villa costera de Vizcaya con ría, playas y sanatorios. Esta semana he leído las memorias de otro hijo de Plencia, el empresario Enrique de Sendagorta, que acaban de aparecer en una edición primorosa. No negaré que hay en ellas expresiones, opiniones, episodios y detalles de estilo que rechinan a quien, como yo, viene de una tradición familiar antifranquista, pero, en conjunto, la narración autobiográfica de Sendagorta emociona a cualquiera, porque rebosa sensatez compatible con el riesgo, amor al país y sentido de la continuidad. Es, sobre todo, esto último lo que más llama la atención: el arraigo de las iniciativas empresariales del autor en una historia local de capitanes de barco y pequeños astilleros, lo que demuestra que hubo un tiempo, no tan lejano, en que los vascos en edad de merecer tenían ante sí otros horizontes que el tren a Madrid o el carnet del partido.
Madrid me ha curado de cualquier añoranza transilvana, y espero que los jóvenes vascos que optan por Londres o San Sebastián (de los Reyes) tengan igual fortuna. De haber permanecido a la sombra del sagrado roble de Guernica, y ante la perspectiva de la nueva combinatoria electoral que se anuncia -Eusko Alkartasuna con la izquierda abertzale, el PNV impulsando otra vez a Ibarreche y sus soberanismos, los socialistas despepitándose por parecer nacionalistas moderados, Madrazo donde siempre, el PP no se sabe dónde y ETA en su sempiterno papel de vampiro-, la lectura de ¡Aquí estamos!, autobiografía de Enrique de Sendagorta, me habría hecho llorar a moco tendido. Por suerte, sólo he padecido un acceso febril de simpatía retrospectiva por Ramón de Basterra y los capitanes de Plencia. Nada grave.
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