Los «camellos» se mudan
Raquel (nombre ficticio) es una toxicómana de 40 años que conoció bien Pitis y que ahora acude a por su dosis a San Fernando. «Cuando tiraron aquello, se vinieron para acá», confirma, desperezándose entre el montículo de porquería en el que ha pasado la noche. Pregunta preocupada si es que están pensando también demoler el que es su nuevo punto de abastecimiento.
Al nuevo «súper» de la droga se llega por un camino infecto, cuyas orillas están infestadas de residuos. El calor del mediodía convierte su hedor en insoportable. Los «yonquis» han de recorrer un insalubre sendero de varios centenares de metros hasta llegar al «mercado».
La realidad, una vez más, se ha mostrado más tozuda que el empeño de las autoridades y la acción de las excavadoras. Los «camellos» desplazados con el desmantelamiento de los poblados chabolistas de Pitis y La Quinta han encontrado donde seguir con la venta: en otro núcleo marginal en San Fernando de Henares, a la espalda del Carrefour. Se trata de un poblado chabolista que con la afluencia de estos nuevos «vecinos» y los muchos toxicómanos a los que arrastran está engordando alarmantemente su tamaño.
El asentamiento completa una particular terna. Está oculto a la derecha del Carrefour y del Aquópolis. Junto a las muchas familias que acuden a pertrecharse al centro comercial, se produce la procesión de unos compradores mucho más angustiados: los toxicómanos que se adentran en el núcleo chabolista para saciar su «mono».
El suyo es un camino que conduce a un destino del que saben poco los usuarios de las formas legales de comercio con las que comparten espacio. Algunas cajeras que trabajan en el Carrefour ni siquiera tienen idea de que el poblado existe. Está a apenas un centenar de metros de donde ellas trabajan.
Es una propiedad privada
Sí lo saben las autoridades, pero no se deciden a adecentar un espacio en el que la mayor parte del suelo está sepultado por una gruesa capa de basura y se vende droga impunemente. En el Ayuntamiento, en manos de Izquierda Unida, dicen que no pueden actuar en el lugar porque se trata de una propiedad privada y afirman que los propietarios ya han denunciado en los juzgados la ocupación ilegal de sus terrenos. La actuación municipal se limita a colocar esporádicamente patrullas de la Policía Local para hostigar a los «yonquis».
Todos los vecinos del poblado refieren que «desde que tiraron Pitis aquí se ha empezado a vender droga». El de Pitis, en el distrito de Fuencarral-El Pardo, ha sido uno de los poblados marginales con más raigambre de la geografía madrileña. Pasaron siete años desde que la Comunidad anunció su intención de desmantelarlo hasta que finalmente lo consiguió. A finales de 2007 todavía subsistían allí algunos puntos de venta de estupefacientes.
En el poblado viven varias familias gitanas, la mayoría españolas, pero también rumanas y portuguesas. Algunos son feriantes. Ninguna administración sabe cuántas son con exactitud. Viven habituadas a un persistente olor a orines resecos y a una molesta superpoblación de moscas.
Bebés con moscas en la cara
Un gitano sentado a la entrada de su terruño cuenta que, efectivamente, el poblado ha crecido mucho desde que desembarcaron en él los «expatriados» de Pitis. Lo hace mientras con ademán rutinario espanta la legión de moscas empeñadas en posarse en la cara de su bebé, que duerme en su cochecito. Dentro de la choza que tiene a sus espaldas atrona una cara televisión de plasma.
Los muchos drogodependientes que diariamente pasan por el poblado no reciben asistencia sanitaria alguna. No acude allí ninguno de los servicios habituales de intercambio de jeringuillas ni de distribución de metadona. La Consejería de Sanidad dice que la dotación de la Agencia Antidroga que prestaba este servicio dejó de acudir por orden del Ayuntamiento. En el Consistorio desmienten este extremo. Mientras, las administraciones se pasan una a otra la «patata caliente», los toxicómanos siguen desatendidos, el lugar lleno de basura y unos pocos lucrándose a costa de esta devastadora.
Hay una distinción principal entre los que viven en el poblado y los que van sólo a «pillar». Cuando reconocen a los periodistas, los primeros se muestran preocupados porque el poblado pueda ser desmantelado. Los segundos, por vender sus «entrevistas» a 5 euros, el precio una micra de droga. Al final, siempre se conforman con un pitillo.
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