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Una de indios: matar a Obama

Unos cuantos corazones casi se paran ayer en Estados Unidos: agentes federales afirmaban haber desbaratado en el último momento un atentado contra Barack Obama que incluiría planes para acabar con 102 personas más de raza negra. El plan consistiría en tirotear a 88 y decapitar a otras 14, dos cifras que, por lo visto, tienen sentido entre nostálgicos del Ku Klux Klan y otros campeones de la supremacía blanca.

La alarma cardíaca descendió un tanto al conocerse más datos de los detenidos: se trata de Daniel Cowart, de 20 años, y Paul Schlesselman, de 18, dos perlas cultivadas de Tenessee de ideología skin-head. Se conocieron por internet. Juntos alumbraron el gran plan de robar una tienda de armas y embarcarse en una caza del negro cuyo premio gordo fuese Obama.

Las limitaciones de un complot de estas características se hicieron evidentes enseguida. Los mismos agentes federales se vieron obligados a reconocer las nulas posibilidades que Cowart y Schlesselman tenían de hacerle ni un rasguño al candidato demócrata. «Pero estaban dispuestos a morir intentándolo», aseguraron. Los portavoces de Obama se abstuvieron de hacer ningún comentario.

Que Obama podría ser asesinado antes de llegar a la Casa Blanca es un mantra que se repite casi desde el primer día. Hablamos de un país donde el magnicidio es casi una tradición nacional. Cuatro presidentes norteamericanos han sido asesinados (Abraham Lincoln, James A. Garfield, William McKinley y John Fitzgerald Kennedy). Otros nueve han sobrevivido a atentados. Existe incluso una curiosa maldición que predice el fallecimiento de un presidente cada veinte años. Ese es casi el tiempo transcurrido entre la muerte de Kennedy (1963) y el atentado contra Ronald Reagan (1981), cuya supervivencia podría haber roto el hechizo. Menos mal, porque si no Obama ya llega tarde a su cita con la parca.

Él se siente seguro

Por supuesto Obama todavía no es presidente. Pero la terca tendencia a compararlo no sólo con Kennedy sino con Martin Luther King Jr. pueden haberle convertido a los ojos de muchos en un firme candidato al panteón de los líderes «demasiado bonitos para ser verdad». O para no morir en el intento.

Hasta aquí la leyenda urbana. A partir de aquí, la realidad. No es casualidad que desde Kennedy nadie haya conseguido matar a un presidente. La seguridad no es lo que era, y menos en tiempos del terrorismo global. Obama ha dicho siempre que se siente seguro. Otra cosa es que lo diga bajito, para mantener la emoción.

Por supuesto, si matar a Obama es misión casi imposible, no lo es tanto provocar una carnicería en un instituto, aun para dos jóvenes de escasas luces. Hay de ello ejemplos tristes, recientes y abundantes. Para eso está el FBI.

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