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«¡Esto es una vergüenza!»

POR DOMINGO PÉREZ

FOTOS JAIME GARCÍA

MADRID. Diez de la mañana en la de Plaza Castilla, en los Juzgados que acumulan la mayor carga judicial de España. El paro anunciado por los secretarios judiciales (de 10 a 13 horas), cuerpo al que por cierto pertenece María Teresa Fernández de la Vega, acaba de empezar. Van saliendo del edificio los protagonistas de la huelga y se turnan para explicar sus reivindicaciones.

«Reclamamos la modernidad de la Administración de Justicia para que el caso Mari Luz no vuelva a repetirse nunca más. Los juzgados están desbordados...». Mientras Victorio de Elena, secretario judicial, atiende a los medios, empiezan a salir los primeros afectados. «¡Esto es una vergüenza! -exclama una madre acompañada por su hijo, de unos 20 años, con muletas-. Nos han hecho venir para nada. Nos citan con un telegrama y no nos pueden enviar otro para avisarnos de que no va a celebrarse el juicio. Mi hijo apenas puede caminar. Hemos tenido que venir en taxi y para nada. Nos han vuelto a citar para el 25 de noviembre. Otro retraso más, pues llevábamos casi un año con este lio. Juegan con nuestro tiempo y dinero».

La indignación se palpa en el ambiente al tiempo que el caos se adueña poco a poco de la zona de acceso a los juzgados de instrucción y primera instancia, la entrada que da a la Plaza de Castilla. Una furgoneta blanca subida en la acera carga miles de legajos, informes y carpetas. Dos operarios se los pasan de uno en uno, bloqueando dos de las puertas de acceso al recinto. Junto a ellos la cola para superar el detector de metales empieza a adquirir una longitud inquietante.

Se agolpan familias gitanas. La abuela, el patriarca, madres con sus churumbeles en la cintura, jóvenes con chándal. Se reúnen grupos de suramericanos. Parejas marroquíes con los carritos del bebé. Grupos de rumanos junto a sus intérpretes. La cola crece. En algún momento alguien empuja a alguien, alguien intenta colarse y los nervios se disparan. Empujones, gritos, algún puño que se extravía en el vacío y los guardias de seguridad que intervienen.

Los ánimos andan exacerbados. Los que se agolpan por penetrar en el edificio ven cómo los que van saliendo lo hacen despotricando. «Hemos perdido la mañana para nada», comentan dos jóvenes que asistían como testigos a un juicio por robo. «Nos han dicho que ya nos avisarán para que volvamos otro día», asegura una señora que acompañaba a su hija a otro juicio por un accidente de tráfico. «Un polaco, yo creo que borracho, embistió a mi niña por detrás».

«Vuelva usted en diciembre»

«Me han dado otra cita para diciembre», apunta un señor acompañado por su pareja, que mueve una pesada maleta. «Venimos de Córdoba. Hemos tenido que hacer el viaje y ha sido en balde. Encima, el metro se ha estropeado. ¿Y a mi quién me paga los gastos?», se lamenta enfadado. Nervios a flor de piel. Gritos. Empellones. Malos modos. Una anciana se tropieza con un hombre y cae de bruces. Su nieto, delgado, casi transparente, con la mirada acuosa del síndrome de abstinencia, se lanza contra el tipo que ha hecho caer a su abuela. Otra reyerta.

Los secretarios judiciales deciden trasladarse con sus reivindicaciones a las puertas de los juzgados de lo Civil, en Capitán Haya, donde el trajín de gente es menor y los ánimos se encuentran mucho más sosegados. «Veníamos a la ratificación de un divorcio explica un abogado-, hemos entrado dos veces, pero al final nos han dicho que no se podía hacer».

Contrasta el sosiego de Capitán Haya con el barullo de Plaza Castilla. La aglomeración resulta ya muy notable hacia las once y media de la mañana, cuando deciden abrir más puertas. Se habilitan más accesos. La cola disminuye. Se templan los ánimos, al menos en apariencia. Pero la riada de ciudadanos frustrados que va saliendo ya es imparable. Hace media hora que los jueces se han encerrado en el salón de actos para celebrar su junta. Acuden en masa: 220 de los 269 titulares. Otros diez se encuentran de baja y cinco realizan las labores de guardia. Ni jueces, ni secretarios. El paro ya es total.

A las 12 de la mañana, los jueces permiten la entrada a la prensa hasta el salón de actos. Han interrumpido cinco minutos su reunión para que los fotógrafos y las televisiones plasmen imágenes del acto. Luego reanudarán su discusión hasta la una. Se convierte también en la oportunidad de colarse en el edificio. Un quiebro. Un aseo. Y el periodista empieza a deambular por unos pasillos que, a esa hora, sobre las doce y media, están casi desiertos.

Pasillos vacíos

Un abogado, un habitual del lugar, reconoce encontrarse extraño: «Nunca había visto esto tan vacío. Habitualmente todos los bancos -a las puertas de cada juzgado- se encuentran repletos de gente. Lo malo es que estos retrasos se van a sumar al ya crónico colapso de la Justicia. Mucha gente que tenía juicio para hoy llevaba cerca de un año aguardando. Les citan, vienen y comprueban que todo se vuelve a retrasar de nuevo».

Fuera, a la mayoría, les corroe la rabia de la impotencia: «¡Malditos jueces!», brama un motorista. «Si yo fuera juez se iban a enterar. Soy repartidor. Cobro por día trabajado. Hoy no he podido currar. Llamé ayer (por el lunes). Me dijeron que viniera hoy (por el martes) y mira, para nada. Es por un impago de la hipoteca de mi casa y lo mismo la pierdo por culpa de esta huelga».

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