La verdad es obscena
A diario oímos mentiras y paparruchas de boca de los dirigentes políticos sin sobresalto. Esta devaluación de la verdad, en sí misma un preocupante signo de degradación democrática, ha alcanzado este fin de semana sus más altas cotas, cuando a Rajoy se le ha escapado una verdad como un templo y se ha sentido obligado a rectificar de inmediato. ¿Es que los políticos no pueden hablar con franqueza ni por descuido?
Cuando asegura que el desfile del 12 de octubre le parece un «coñazo», deja ver una admirable salud mental. No hay contradicción alguna entre el «máximo respeto, afecto y apoyo a nuestras Fuerzas Armadas» expresado a modo de rectificación y la consideración de que una parada militar es un espectáculo de lo más aburrido. Uno puede respetar y apoyar a su cuñado con todo el corazón, pero si el cuñado es un pelmazo, lo seguirá siendo por mucho que se le quiera.
En cambio, sí resulta antipatriota la rampante inclinación de los dirigentes políticos a la marrullería. Tal vez los apparatchiks de los partidos crean que los ciudadanos no nos percatamos de la charlatanería infatigable y redundante que menudea en los discursos políticos, pero hay un signo evidente de la nitidez con que se percibe: la relevancia informativa adquirida por los deslices, los lapsus, las indiscreciones, o cualquier otra verdad furtiva atrapada en la red de un micrófono abierto.
Como damos por sentado que los políticos trufan sus discursos de charlatanería, las palabras que no están destinadas a ser oídas por el público cobran el valor de una confesión de parte, adquieren el rango de verdad incuestionable. Como si la indiscreción contuviera la quintaesencia del alma del político, a partir de ella deducimos quién es, sus trampas y segundas intenciones: el ideario patriótico del que Rajoy hace gala resulta ser una conveniencia venal y partidista; mientras el ZP del talante revela su verdadera faz de crispador profesional cuando afirma por lo bajo que le conviene «que haya tensión».
Cuando un hablante emite un juicio, no sólo da su parecer sobre un acontecimiento: también construye una imagen de sí mismo. Estos dos aspectos se presentan normalmente en equilibrio; sin embargo, en los discursos políticos la imagen del orador cobra cada vez mayor relevancia, en detrimento del hecho en sí, o sea, de la realidad. Por eso cada vez más los políticos se asemejan a seres ficticios. Cuando se dice que no hablan el lenguaje de la calle no es porque les sobren tecnicismos o les falte una frase coloquial y un par de tacos, sino porque todo su discurso está destinado a crear un personaje, una fantasía para deleite de los votantes. Nuestra intuición nos dice que la verdad se ha vuelto obscena, en el sentido etimológico del término: sólo se muestra fuera de la escena. Por eso devoramos con avidez las migajas que nos ofrece un micrófono abierto.
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