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Campo

UN amigo escritor está que brinca de gozo, a despecho de sus muchos kilos, por la crisis económica mundial. «Esto estalla -me dice-.Ya verás: se acaba el capitalismo y volveremos a una sociedad agraria, con una economía de trueque. Los escritores dejaremos de escribir e iremos, como los juglares medievales, cantando romances por las ferias de los pueblos a cambio de pellizas y morcilla de matanza». Pues qué bien. Mi amigo escritor es católico y admira a Chesterton. Me acuerdo de otro chestertoniano, un inglés que conocí en mis años de juventud. Se llamaba Edward Goldsmith y dirigía una revista, The Ecologist, desde la que exhortaba a sus compatriotas a llevar una vida sencilla, que consistía, por lo que me alcanza la memoria, en huir al campo y fabricar mermeladas. Él mismo dio ejemplo, montando una granja autoabastecida por paneles solares en algún lugar perdido de la campiña galesa.

¿Qué habrá sido de Goldsmith? Yo, antes, compraba The Ecologist en el único sitio donde lo vendían, el Design Center de Londres. Pero desapareció hace muchos años y en su lugar pusieron una churrería posmoderna o una sucursal europea del Lehman Brothers, no sabría decirlo. Otro pensador que iba por las mismas sendas o parecidas era Ivan Illich, antiguo monseñor católico de origen serbio que abrió un centro de estudios en Cuernavaca para la reforma de la sociedad industrial (el Fondo de Cultura Económica de México está editando sus obras completas en fascículos de quinientas páginas). Illich recomendaba morirse en casa y suprimir la medicina hospitalaria, todo lo contrario de lo que predica y practica Esperanza Aguirre, que es una especie de anti-Illich, aunque ella no lo sepa. El modelo de sanidad pública que recomendaba Illich era el maoísta: los «médicos descalzos» de la Revolución Cultural, cada uno de los cuales atendía a la población de un territorio como la provincia de Segovia, valiéndose sólo de bicicletas y acupuntura. Otro más, y con esto acabo la lista, es el filósofo conservador británico Roger Scruton, frecuentado por Valentí Puig y Tomás Cuesta, y autor de un libro soberbio, en parte autobiografía y en parte manual de supervivencia, titulado News from Somewhere («Noticias de Algún Lugar»), que sería inútil traducir al español, pues sólo vale para el campo inglés. Basándose en su experiencia como gestor de un feudo rural en Wiltshire, Scruton desaconseja criar gatos, porque éstos aniquilan a los pájaros en árboles y setos, trastornando el equilibrio natural e impidiendo, de paso, la única actividad espiritualmente fecunda de la gentry inglesa, que, como todo el mundo sabe, consiste en la vigilancia del apareamiento del nightingale, o sea, de los ruiseñores (o de las enfermeras).

A mí, lo de la vuelta al campo no me parece buena idea. Lo intentaron los jémeres rojos en Camboya y, según he oído, el resultado dejó bastante que desear. Me parece aceptable como opción individual y a ciertas edades, pero, como alternativa global al capitalismo financiero, no me convence. El campo hay que tomárselo con las debidas precauciones. Ya observó Saul Bellow que los profesores e intelectuales jubilados de Nueva York que se retiraban al campo solían suicidarse con frecuencia. A uno de los pocos supervivientes de este grupo, el novelista Philip Roth, tampoco le ha ido nada bien, porque mi amigo, el escritor chestertoniano, lo pone a pingar cada cierto tiempo en el ABCD las Letras, y por eso no le dan el Nobel (a Roth, no a mi amigo). Recordemos también la decepcionante experiencia del surrealista Max Jacob, que intentó vivir de la literatura y de la huerta en una aldea de Bretaña, y regresó a París a los pocos meses. André Breton le elogiaba la vie de chateau, y Max Jacob, con el rostro demudado, exclamaba aquello de «¡El campo! ¡Ese sitio horrible donde los pollos se pasean crudos!» En fin, Baroja y Galdós, en sus paseos madrileños, llegaban hasta la Castellana. Allí, Galdós, ante el espectáculo de las ovejas trashumantes, advertía: «Baroja, el campo». Y se volvían a la Puerta del Sol.

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