El Gobierno compresa
NADA. Ésa es la receta, no hacer nada. Ni subir las garantías bancarias, ni bajar los impuestos, ni inyectar crédito, ni reformar el mercado. Nada. El Gobierno más intervencionista de Europa en ingeniería social no tiene una sola idea de política económica. Sólo derrocha talento e imaginatividad en acuñar consignas políticas contra la oposición para que las repita Pepe Blanco; lo único que le importa es que el PP no saque ventaja de la crisis. Lo demás es aleatorio; igual se han creído de verdad que la culpa del problema es de Bush y están esperando que sea Bush el que lo resuelva. Un Bush que por lo menos en lo que le atañe no se ha quedado cruzado de brazos.
En los años ochenta, a cierto regidor de Sevilla célebre por su impasibilidad ante los conflictos el pueblo lo bautizó como «el alcalde-compresa»: no se notaba, no se movía, no traspasaba. Este Gobierno ha adoptado una idéntica posición estatuaria, reactiva ante cualquier decisión, refractaria a cualquier tipo de responsabilidad. La gente ha empezado a inquietarse de veras: no sabe si corren más peligro sus ahorros o sus empleos, y sospecha que están en riesgo las dos cosas a la vez. El desempleo multiplica los impagos y éstos bloquean los créditos, con lo que a su vez las empresas, colapsadas, incrementan los despidos y las quiebras que provocan más morosidad y amenazan la solvencia de la banca. Un círculo diabólico ante el que otros gobiernos de países con menos tasa de paro -Irlanda, Alemania, Grecia, Francia- se han atrevido a reaccionar. Con mayor o menor acierto, eso ya se verá; en economía y en política toda decisión implica efectos secundarios. Pero también la de quedarse quieto, inmóvil. Y quizá peores.
Todo lo que a Zapatero y su equipo se le ocurre en estos momentos de excepcional gravedad es aportar fondos de cobertura del desempleo y la asistencia. Pero eso no es una medida. Es un derecho de los trabajadores que además lo sufragan con sus cotizaciones. También, por cierto, costean los impositores parte de la garantía de sus depósitos y sin embargo nadie se ha mostrado hasta ahora dispuesto a aumentarla, estando como estamos en el mínimo legal europeo. Esto seguramente conlleva otras dificultades y consecuencias, pero al menos aportaría una cierta seguridad y disiparía la posibilidad estremecedora de que los clientes de los bancos hagan cola en busca de su dinero. Los demás han empezado por ahí para evitar el colapso, la temible «crisis sistémica». Los demás: esos gobernantes que, sin duda por envidia, no han invitado a nuestro presidente a su reunión de emergencia.
La parálisis, la inacción, multiplica la desconfianza. Ofrece al país la sensación de que no hay nadie a los mandos, el temible síndrome del conductor dormido o del piloto borracho. Hasta Felipe González lo ha zarandeado por los hombros: no es tiempo, dice, de optimistas profesionales. Cuando todos se mueven en tu entorno, buscando el modo de afrontar una contingencia crítica, las culpas ajenas ya no cuelan. Ante una circunstancia tan decisiva, un Gobierno incapaz de ofrecer soluciones se convierte en parte sustantiva del problema.
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