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Desprecio

SI hay algo para lo que este Gobierno no sirve, es para inspirar confianza en los ahorradores e inversores modestos. Sobre este particular, se palpa una asombrosa unanimidad, incluso entre los votantes del PSOE. Y no es que haya nada de lo que asombrarse o sorprenderse, porque el desprecio de Rodríguez Zapatero por las clases medias siempre ha sido evidente. Sólo falta que las responsabilice de la infección del sistema financiero, y mucho me temo que no tardará en hacerlo. Pero es que resultaba inevitable que este divorcio exprés entre el Gobierno y la mayoría social se produjera, y lo trágico es que lo ha hecho en el peor momento posible. Merece la pena recapitular brevemente el desarrollo del zapaterismo y ver los pasos por do nos ha traído, para entender las claves del presente embrollo.

Rodríguez Zapatero llegó al Gobierno con la idea de que la Constitución de 1978 estaba superada y que había que abordar una segunda Transición hacia la democracia social, entelequia confusamente identificada con el horizonte utópico de la II República que fue abolido por el resultado de la guerra civil. Las nuevas cohortes socialistas, a causa de su insondable ignorancia de la Historia -que siempre han considerado una rémora-, partían del supuesto de que la primera Transición fue obra de unas clases medias conformistas, y de que éstas, a su vez, eran un producto del franquismo. Los ideólogos que han acompañado al socialismo español en esta nueva fase, intelectualmente paupérrimos, y que se presentan todos como antiburgueses, suministraron al Gobierno un abanico de estereotipos que caracterizaban a las clases medias como secuaces del PP, católicos ultramontanos o -tras la espectacular victoria de los populares en las elecciones autonómicas y municipales en la Comunidad de Madrid- como masas arrastradas por el americanismo demagógico de los neoconservadores (no es broma: fue la insensata tesis defendida desde el periódico más afín al PSOE). Desde el maniqueísmo buenista que dividió a los españoles en progresistas y reaccionarios (o en buenos y malos, a secas, como proclamó cierto rector de una universidad pública madrileña con ocasión del nonagésimo cumpleaños de Santiago Carrillo), a la izquierda se le escapó lo que había venido definiendo la evolución de las clases medias durante todo el período constitucional: el afán de convertirse en una mesocracia de propietarios y de evadir, en lo posible, la insegura condición de las clases medias asalariadas que habían sustituido en todas partes, después de la Segunda Guerra Mundial, a las antiguas burguesías patrimoniales.

Sin duda, fue este afán compulsivo lo que calentó la economía española en las últimas décadas (como lo hizo en todos los países occidentales). Ahora parece obvio, ante la crisis, que los factores psicológicos tienen una importancia decisiva en la economía. Ni más ni menos que la que han tenido siempre, y la búsqueda de seguridad por el pequeño inversor que comenzaba a comprar acciones, a constituir depósitos o a hipotecarse para adquirir una vivienda fue tan determinante para la bonanza y el crecimiento como la falta de confianza lo es hoy para la crisis, pero, claro, la izquierda veía en aquellas motivaciones egoísmo, insolidaridad y reacción, y extrapoló la caricatura del inversor individual al conjunto de una clase media a la que el gobierno no ha perdido ninguna oportunidad de pisar el callo durante estos cuatro años y medio. ¿Con qué cara les piden ahora calma y confianza? No es que la oposición haya sido un dechado de perspicacia e imaginación (por algo perdió una segunda vez las elecciones), pero, aunque tarde y mal, intuyó lo que se venía encima y, sobre todo, no trató a los pequeños inversores -no hablo ya de los empresarios- como enemigos, cavernícolas, xenófobos, meapilas y pura carne de contribución. Es cierto que la mayoría social no percibe al gobierno de Rodríguez Zapatero como una cuadrilla de corruptos, pero aquél lo va a tener bastante difícil para borrar su imagen de colección antológica de embusteros y mentecatos, y, frente a una perspectiva tan desazonadora como la presente, no sé, sinceramente, qué es peor.

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