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Religión, cultura y muerte

ROGER Scruton es uno de esos tipos que los tiene bien puestos. Un pensador que va por libre -incluso por libérrimo- y que se cuela de rondón en los salones de la izquierda igual que William Munny entraba en las tabernas y convidaba a plomo a los clientes. Sin circunloquios ni aspavientos; duro y a la cabeza. (Willian Munny, seguro que se acuerdan, era aquel antihéroe que aparecía en «Sin perdón», un carácter tallado con el cincel de Shakespeare). «Los que quieran vivir, que salgan», escupía Clint Eastwood por el colmillo diestro mientras amartillaba la escopeta. El arriscado profesor británico, que dispara con postas si se mete en polémicas, podría utilizar el mismo santo y seña. «Mister» Scruton, a fuer de temerario, es odiado y temido al mismo tiempo. Los sacerdotes de la vulgaridad «prêt-à-penser»; los fabricantes de condones para las ideas; los que etiquetan las papillas del relativismo necio; la «intelligentzia», en fin, como se la denominaba en otros tiempos, considera que Scruton es una anomalía atrabiliaria y sus cogitaciones el no va más de lo perverso. Así que, cual es costumbre, no ahorran en lindezas: reaccionario, oscurantista, demagogo, crispante, facineroso, pendenciero... Con semejantes referencias, la verdad, es casi imposible resistirse a leerlo.

En uno de sus textos esenciales, «Cultura para personas inteligentes», Roger Scruton pretende demostrar -y lo demuestra- que todos los grandes logros del espíritu están ligados a la experiencia religiosa, al predominio de la fe en lo sobrenatural sobre la parva fugacidad terrena. Frente a la amalgama de la cultura del común (en la que se atrincheran los particularismos excluyentes) y el batiburrillo de la cultura popular (en la que cualquier banalidad encuentra asiento), la alta cultura pretende rescatarnos de los grilletes de la contingencia. Es el rito de paso a un mundo superior en el que la belleza es el producto de una visión moral y de un compromiso ético. Es un terreno donde no arraiga lo esquemático, lo insustancial, lo feble, lo que se puede adquirir en cualquier tienda. El fracaso de la Ilustración -viene a decir Scruton- es que, al tiempo que «liberaba al hombre de la minoría de edad que se había autoimpuesto» (la célebre definición de Kant aún sigue vigente), engendró dos religiones seculares cuyos altares todavía humean: la revolución escatológica que profetizara Marx y el nacionalismo reaccionario que apuntalaron Fitche y Gierke.

A lo largo de ese viaje fascinante que nos conduce de Éfeso al «hip-hop», de Homero a Kurt Cobain, de la liturgia al desenfreno, Scruton larga el ancla en el fondeadero de la muerte. La cultura es, entonces, el pasaporte a lo sagrado, el código de acceso a lo que nos supera, el hachón que desaloja las tinieblas. Es lo que nos permite que, pese a dejar de ser, sigamos siendo. Porque, tras la agonía, aguardan los ancestros, el vínculo de pertenencia no se quiebra, la comunión con los vivos se mantiene. «De ahí -escribe Scruton- que profanar las sepulturas sea una forma capital de sacrilegio. Y todas las variantes que adopta la impiedad proceden de esa venganza obscena...». El filósofo, luego, abrochará el pasaje con una admonición tan oportuna que parece mentira que fuera formulada hace más de una década: «En una época impía (pongamos que la nuestra) la desconsideración por los antepasados es un filón sombrío y recurrente que, en el contexto de las guerras culturales, se emplea por sistema».

Si Baltasar Garzón tuviera una noción aproximada de lo que significan la cultura, la impiedad y el sacrilegio, quizá desistiera de su empeño de jugar a la taba con los esqueletos. No caerá esa breva. Vale que no conozca a Scruton, tampoco es un «best seller». Lo que tiene delito, señor juez, es obligar a los difuntos -fieles, agnósticos o ateos- a sacudirse el polvo y despabilar sus osamentas cuando a su señoría le conviene. Vaya con tiento, no hay ningún indicio de que el Apocalipsis esté en puertas. Ni Zapatero alcanza a ser el Anticristo, ni las comparecencias de Magdalena Álvarez son un remedo del Día de la Bestia. Y aún puede dar gracias a que, con el desplome del ladrillo, el Valle de Josafat no ha sido pasto de El Pocero.

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