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El truco del «provocador»

Es malo tontear con las calaveras porque, algunas veces lo he comprobado, tienen una sonrisa, literalmente, macabra. Acaso a Damien Hirst le duela, como a todo merodeador de la crisis económica, el bolsillo y necesite saltarse el sistema galerístico para conseguir que las arcas vuelvan a estar repletas. Como Koons, este artista apostó desde el principio por la estética de los escándalos pactados. Están, aunque no quieran aceptarlo, más cerca de Lladró que del Cabaret Voltaire. Sus provocaciones son guiños de complicidad a los adictos al glamour.

En sus manos la muerte, el sexo y la enfermedad son elementos decorativos. Una mezcla de gigantismo post-pop y cursilería pseudo-perversa, enmarcada por el marketing más agresivo (sin duda las enseñanzas de Saatchi no han caído en el yermo), han conseguido seducir a los medios de comunicación y, de paso, a los que coleccionan sobre todo de forma histérica. Lo que acaso sea digno de elogio es la precipitación con la que Hirst avanza encantado de haberse conocido hacia el descrédito total. Ojalá no haga ninguna más de sus bodriosas exposiciones en galerías (recuerdo el cinismo pictótico desastroso de la muestra en Gagosian de Nueva York que tituló «Una verdad elusiva») y sus mercancías pasen directamente a la sala del martillo. Sabe vender humo, aunque de momento se le ha atragantado una calavera con diamantes. Todo suena a truco: todo por la pasta.

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