El bulo
«La calunnia é un venticello,
un´auretta assai gentile...»
(Rossini, «El barbero de Sevilla»)
CUANDO dos de cada tres cibernautas declaran tragarse sin rubor los bulos que circulan por la red, ahora llamados leyendas urbanas, no se sabe si es mejor dejar correr los rumores o desmentirlos, como ha hecho Aznar con la insólita atribución de paternidad del hijo de Rachida Dati, esa ministra francesa cuya pasión mediática empieza ya a irritar a un Sarkozy encelado por el eclipse de su protagonismo. La libertad suprema de Internet ha propiciado una trastienda de abuso libelista donde se puede destruir cualquier reputación con una impunidad notable y, en todo caso, con una pertinacia duradera que convierte el «vientecillo» de Rossini en el huracán Gustavo; por muchos desmentidos que se publiquen, la maledicencia seguirá apareciendo en Google y el calumniado deberá soportarla «per secula seculorum» como parte de su biografía, porque el buscador es hoy la principal fuente de documentación en los medios... y hasta en las universidades. No existe antídoto contra eso: un buen rumor resulta siempre mucho más sugestivo que una mediocre noticia.
Aznar, tan impasible ante la injusta lapidación política que desgastó su aura cuando tenía el poder, ha fruncido el bigote al verse en lenguas tres veces por motivos de faldas; nadie diría que sea un hombre capaz de levantar tantas pasiones. A la tercera ha emitido un comunicado lleno de gravedad, que sólo ha servido para otorgar a la murmuración caracteres oficiales y trasladarla a unos medios ansiosos por cualquier excusa con la que darle carta de naturaleza. Algo parecido le ha ocurrido al ex presidente balear Jaume Matas, impelido a negar «urbi et orbe» una presunta cocainomanía que aparentemente sólo amenizaba las sobremesas de algunas cenas de verano en Mallorca. Es fácil comprender el agobio de unos personajes que ya ni siquiera están en la política ante esta clase de linchamientos subterráneos, ante los que cualquier actitud, pasiva o combativa, resulta contraproducente. Se necesita mucho temple para aguantar la intoxicación de la habladuría. O tener una pulsión protagonística enfermiza, como Rachida Dati, que incluso alimenta el morbo con una delectación complaciente y ambigua. Cuando no existía internet, en la esfera pública prevalecían los pactos de silencio sobre los territorios del sur del ombligo; ahora ya no hay piedad y la intimidad, presunta o ficticia, de los políticos se ventila con rango de cotilleo en el mismo patio de vecindad que la de los famosos de la prensa rosa. Donde por cierto, para mayor confusión, ha irrumpido como caballo en cristalería la mismísima duquesa de Alba, capaz de confirmar con agravantes lo que a todas luces parecía una insolvente lucubración, tan disparatada como la historieta de los llaveros-bomba o el mito rutero de la chica de la curva.
No hay remedio. El honor ha dejado de ser patrimonio del alma para arrastrarse en total indefensión por el anonimato del ciberespacio como una inmanejable estela incendiaria. Y como Google no jerarquiza la información, cualquier prócer capaz de cambiar la Historia puede acabar retratado ante la posteridad como liviano sujeto de un anecdotario de alcoba. Para más inri, apócrifo.
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