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El resentimiento español

Coincido con Fernando Iwasaki en el hotel Incosol de Marbella, sede de un foro de verano en cuya organización participa ABC, y departo con él sobre las posibilidades de los candidatos presidenciales americanos. Inevitablemente, la irradiación mediática de Obama, muy superior a la de McCain, lo erige en favorito ante los ojos de Europa; pero McCain cuenta con bazas biográficas que lo convierten, ante los ojos de sus paisanos, en un candidato óptimo: es un héroe de guerra, un patriota que soportó durante años las torturas del Vietcong sin cambiar de bandera; y es un hombre que ha logrado hacerse millonario, partiendo de una posición económica nada rumbosa. Aquí Iwasaki introduce una apostilla sarcástica: «Un político que hubiera logrado hacerse millonario carecería de futuro en España: de inmediato, pensaríamos que ha juntado su dinero robándoselo a los demás, o dando un pelotazo». La observación de Iwasaki me incita a reflexionar sobre la naturaleza del resentimiento, esa enfermedad atávica de los españoles que, en épocas de penuria, ha sido la coartada de episodios de sangre e ignominia; y que, paradójicamente, se mantiene pujante en épocas de bonanza como la actual, infectando con sus gérmenes el aire que respiramos.

El resentimiento nacional tiene una etiología oscura y enrevesada. Esquemáticamente, podríamos decir que la estirpe de Caín ha encontrado un renuevo en el tronco hispánico: el español, al igual que Caín, sufre como una afrenta personal que el esfuerzo ajeno obtenga recompensa; considera que ese premio le ha sido arrebatado injustamente, considera que el prójimo es un usurpador que ha venido a desposeerlo. Naturalmente, este rencor bituminoso -cuyo espesor y negrura no hacen sino acrecentarse con el tiempo- tan característico del temperamento español tiene propiedades paralizantes: en lugar de tratar de emular al hombre de éxito, imitándolo también en los sacrificios y renuncias que lo condujeron a una posición envidiable, el español tiende a creer que ese éxito es fruto de la fortuna, algo así como un maná caído del cielo; tiende a creer, además, que le bastará cruzarse de brazos para que esa fortuna venida de bóbilis bóbilis también lo bendiga a él. Como esto no suele ocurrir, el español emplea en la gestación de su resentimiento las energías que antes no ha utilizado en la búsqueda de una recompensa a su esfuerzo; y así su resentimiento crece hediondo y minucioso, como recocido en sus propios miasmas, casi encantado de haberse conocido. Porque el resentimiento puede llegar a convertirse en sostén de una vida entera: del mismo modo que hay vidas luminosas justificadas por la persecución de un ideal, hay vidas cetrinas que justifican su fracaso alimentándose de resentimiento.

Se trata, como decíamos antes, de una enfermedad atávica, íntimamente vinculada a las esencias hispánicas. Pero hay épocas en que tal enfermedad es promovida, jaleada, azuzada con sórdidos intereses políticos. Basta, por ejemplo, volver la vista a los años de la Segunda República, aquel paraíso democrático según la retórica progre, para comprobar cómo la tarea de muchos políticos de aquella época -algunos encumbrados a los altares de la beatería laica- consistió en una exacerbación sistemática, insomne, fríamente calculada del resentimiento. Claro que, sobre aquel resentimiento de otras épocas actuaban a modo de abono fecundo la penuria, la injusticia, el analfabetismo, las diferencias insalvables de clase. Más sobrecogedor aún resulta el resentimiento que florece hoy, en circunstancias sociales y económicas mucho más benignas; un resentimiento que se inocula a los españoles desde la escuela, instilándoles la creencia desquiciada de que la sacrosanta igualdad se antepone al esfuerzo. Escribió Cervantes que «ningún hombre es más que otro, si no hace más que otro»; los ingenieros sociales del resentimiento han borrado de la conciencia colectiva la segunda cláusula de la frase, logrando que cualquier éxito ajeno sea considerado un agravio y un despojamiento propio. España es, como aquel país de los ciegos que urdió H. G. Wells, un país de resentidos gobernado por resentidos. Y la única manera de mantener vivo ese resentimiento, a la vez que de proporcionar un renegrido consuelo a los resentidos, consiste en pisotear la virtud, el mérito y el esfuerzo ajenos.

www.juanmanueldeprada.com

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