Martes, 19-08-08
EN la noche, nos cruzamos con la Bertha, camino de El Escorial. La Bertha, dice mi amigo en voz baja, ahí estamos todos los españoles, los buenos y los malos. Nada ha cambiado del todo, añade sentencioso, en una variante del Príncipe de Salina en El Gatopardo. La Bertha, el Gran Ordenador, el Ojo Supremo de la seguridad del Estado: se hace difícil pensar que lo sepa todo, pero es probable que sepa más de nosotros que nosotros mismos. ¿Sabrá la Bertha quiénes somos los buenos españoles y quiénes somos los malos?
Cuando se estrenó la gran película ¡Bienvenido, Mister Marshall! (1952), estalló el escándalo en la superestructura del poder dictatorial y los ministros más cercanos a Franco se lo gritaron al oído del general: Berlanga es un comunista; Berlanga es un traidor. El propio Berlanga dice que le contaron que entonces Franco se quedó silencioso, como ido, y que pocos segundos después dio su veredicto definitivo. No, dijo Franco, Berlanga es algo peor. Es un mal español.
Acusar a alguien de «mal español» en aquel régimen era condenarlo a la muerte civil, marginarlo de toda respiración y dejarlo a la intemperie de la nada. Como lo saben muchos españoles antifranquistas militantes, también yo lo sé por experiencia. Ser tildado «desde arriba» como mal español era perder pie definitivo en la vida del país y pulular como un miserable por las «alternativas» idealistas de un cambio de sistema político «que nunca verás en España», tal como me dijo un comandante, más franquista que Franco, de la Segunda Sección del Ejército, que me tenía por comunista. Los malos españoles no tienen nada que hacer aquí, me avisó una vez más, vete a vivir a Rusia o a Cuba. Comunistas, socialistas, homosexuales, anarquistas, maleantes, rebeldes, incluso monárquicos anticuados eran entonces, con Franco, señalados como «malos españoles», el más terrible de los escalafones que la propaganda franquista atribuía a sus adversarios o enemigos.
Cuando nos cruzamos con la Bertha, le dije a mi viejo amigo que las cosas, lo quisiera él o no, habían cambiado para bien en este país y que ya quedábamos menos malos españoles que antes. Ahora al menos, cuando a algunos nos señalan «desde arriba» como hipotéticos malos españoles, no pasa gran cosa. Al fin y al cabo, la Bertha no es Franco ni está al servicio de un sistema que no sea el nuestro, el democrático, con todos sus errores y carencias. Claro que algunas veces, como en el caso de Berlanga en aquel entonces no tan lejano en la memoria, siente el ciudadano más o menos paranoico una sensación de seguimiento que coarta o al menos sorprende su buena fe de hombre libre. Porque la propaganda «desde arriba», aunque sea «un arriba» democrático suele ser demoledora e inquisitorial. Hoy se dice menos esa tontería de mal español, pero cuando se dice desde «arriba» funciona como el crudo del Prestige: se extiende por toda la geografía conocida y el encartado es quien tiene que dar las grandes explicaciones. No sé -no recuerdo bien la broma- qué dije con aminus iocandi durante un almuerzo con Jerónimo Saavedra y otros socialistas insulares canarios, pero al instante saltó la liebre desde la boca, más bien de corta expresión verbal, de una de las comensales. No sólo es verdad que eres un mal canario, me dijo indignada, sino que también eres un mal español. Me quedé unas décimas de segundo sin responder, sorprendido por el viejo ataque falangista de aquella pobre niña elevada a categoría de dirigente. Luego contesté las únicas palabras que se me vinieron a la boca: sí, pésimo.
En los meses anteriores a la certidumbre de la crisis económica, cuando los no muy buenas Casandras de la oposición gritaban en todos lados, y también -¡cómo no!- en los amplificadores de los medios informativos, que el lobo estaba a dos metros de donde nos encontrábamos, desde «arriba» se negaba la presencia de la bestia y sus mordidas. A quienes hablaban del peligro inmediato, se les contestaba siempre desde «arriba» con el mismo estereotipo propagandístico de Franco y sus falanges: eran malos patriotas, no arrimaban el hombro porque, en realidad, no querían a España; eran, en definitiva, malos españoles. En conversaciones privadas, en plena sobremesa, oí asombrado que algunos de los amigos repetían como viejas cotorras las consignas de la propaganda de «arriba»: malos ciudadanos, malos españoles, fascistas, además. ¡Fascistas!
En este verano, en medio de la lectura de algunos libros de Sebald, me encontré con un viejo y valioso conocido que había buscado infructuosamente en mi biblioteca durante años: El fin de la inocencia, el magnífico ensayo de Stephen Koch sobre Willi Münzenberd y la seducción de los intelectuales. Un libro de obligada lectura para finales del siglo XX y lo que va del XXI. Un libro, en fin, insoslayable. Escribe Koch de Willi Münzenberg y dice que «tenía un talento especial para la propaganda... fue el gran maestro de dos clases novedosas de espionaje, de importancia decisiva y muy útiles para los soviéticos: la operación secreta de propaganda y el simpatizante secretamente manipulado... Quería esparcir la sensación, como una ley de la naturaleza, de que criticar en serio o desafiar la política soviética era prueba inequívoca de ser una mala persona, intolerante y posiblemente inculto, mientras que apoyarla era prueba infalible de poseer un espíritu progresista, comprometido con todo lo que era mejor para la humanidad, sin duda marcado por la sensibilidad refinada y profunda». Aquellos barros son estos lodos, en cualquier ideología.
Mutatis mutandis, el juego macabro continua. Entre Kafka y Lewis Carroll, el veredicto desde «arriba» marca al proscrito -el que escribe se proscribe- y señala con el índice al muerto civil: mal español, antipatriota, fascista. Ya no hacen falta ni redes de organizaciones secretas ni tribus de simpatizantes que vayan esparciendo por el campo abonado los mandamientos propagandísticos que desarticulen y desprestigien a quienes no están, aquí y ahora, en absoluto de acuerdo con quienes ordenan y mandan ¡en un sistema democrático! ¿Qué decir de las tribus nacionalistas? Se fomenta la acusación contra los ciudadanos críticos, se les expulsa del cuerpo civil y, si se puede, se les envía al exilio. No exagero nada: más de 300.000 vascos viven fuera de Euskadi, en otras partes de España, porque no comulgan con la boina y las piedras de molino. Eso... en una sociedad democrática, como se supone que es la española.
De regreso de El Escorial, cerca de la Bertha, en el cruce de El Valle de los Caídos y la carretera que lleva a Villalba, me detiene un control de la Guardia Civil. Desde fuera, con una linterna, «buscan» algo dentro del coche. Uno de los agentes me mira, me da las buenas noches y me dice que tengo al paso libre. Cuando acelero levemente, respiro hondo. O no sabe que soy un mal español o no me ha reconocido. O, en fin, no han consultado bien a la Bertha.