Una cripta en Viena
Pasajes del XXI
Lorenzo Silva vuelve a la capital de Austria, que cada viaje está más bonita, más resplandeciente, más elegante

Imagen es aquello en donde lo que ha sido se une como un relámpago al ahora en una constelación
Walter Benjamin, 'Libro de los pasajes'
Hay una frase que se repite a lo largo de 'La Cripta de los Capuchinos', la novela que escribió Joseph ... Roth en 1938, justo cuando su país, Austria, caía en manos de los nazis: «Sobre las copas que apurábamos alegres, la muerte invisible cruzaba ya las huesudas manos». La misma idea, o aproximada, la expresa por medio de otra metáfora en su obra más conocida, 'La marcha de Radetzky': «La blanca paz del invierno reinaba en la pequeña guarnición. Negra y roja revoloteaba la muerte en la penumbra de la trastienda». En ambos casos alude a la Gran Guerra, que iba a llevarse consigo, junto a unos cuantos millones de jóvenes vidas, el centenario Imperio del que Viena ofició como capital. Es imposible venir aquí y que no le sobrevuele al lector de Rothel fantasma del novelista y los de sus personajes, con su aire de derrotados inminentes o de fedatarios póstumos de lo poco que queda de la gloria cuando esta se desvanece para siempre.
Y eso que cada vez que viene uno, Viena está más bonita, más resplandeciente, más elegante. Para comprobarlo no hay más que recorrer, a cualquier hora del día o la noche, el interior del Ring, el centro histórico de la ciudad, donde las fachadas de los palacios, los cafés y los edificios mercantiles rivalizan por darle al visitante la más primorosa impresión. Las calles están limpias y el tráfico pacificado, hasta donde puede estarlo en este siglo XXI en el que a la plaga del automóvil, aún no erradicada del todo, se ha sumado la calamidad del letal patinete eléctrico, que amenaza la integridad del transeúnte de la urbe global.
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Es la imagen que le transmiten a uno el inevitable palacio de la Ópera, la fachada del Hofburg –el palacio imperial–, la coqueta plaza Lugeck –con su monumento a Gutenberg en el centro–, el lujoso edificio del Café Central o el de las oficinas de la Imperial y Real Riunione Adriatica di Sicurtà, entre muchos otros. O la imponente sede del museo Albertina, aunque alguien, con un gusto dudoso, haya decidido añadirle una visera metálica que le encaja como a una Venus una mochila de montañero. Hasta la catedral de San Esteban, cuya piedra se veía oscura y mugrienta cuando el viajero la conoció, treinta años atrás, luce hoy tan clara y aseada que no parece que sea la misma.
El privilegio de los años
El viajero cruza la Innere Stadt sin prisa por la mañana, hasta el canal del Danubio, no tan azul como el río del que se nutre, que tampoco lo es como el del vals; y luego al anochecer por la Augustinerstrasse, la Reitschulgasse y la Herrengasse en busca del espacio abierto del Sigmund-Freud-Park. El privilegio de los años y de las visitas anteriores le permite a uno saltarse las atracciones obligatorias, que no dejan de ser recomendables para quien vaya por primera vez: desde los grabados que atesora el Albertina hasta las maravillas varias del Kunsthistorisches Museum, sin olvidar el edificio de la Sezession. Exonerado de la necesidad de intentar ver 'El beso' de Gustav Klimt al otro lado de la masa de perpetradores de selfis que se amontonaban ante él la última vez que se acercó a la sala que lo alberga, resulta más reconfortante procurarse la experiencia solitaria de admirar, a través de una pradera que a esa hora no pisa nadie, las torres de la Votivkirche iluminadas contra el cielo ya oscurecido.
Aunque sea un pastiche gótico del siglo XIX, tanto por su emplazamiento, que permite verla con perspectiva, como por su interior, que invita al recogimiento y a la conciencia de la propia insignificancia, es una de las iglesias más impresionantes de la ciudad. Erigida en acción de gracias a instancias del emperador Maximiliano de México, después de que su hermano Francisco José I sobreviviera a un atentado, venir aquí forma parte de un ritual personal de agradecimiento. Hace veinticinco años de la publicación de una novela cuya última página sucedía en este parque; una novela que trajo a su autor tanta fortuna, en forma de lectores, como nunca habría podido imaginar. Un cuarto de siglo después, otros doce libros con los mismos personajes son un buen motivo para darse la caminata en señal de gratitud.



En la nave, espaciosa y diáfana, vuelven a la memoria las criaturas de Roth; no sólo los Trotta de 'La marcha de Radetzky' y 'La Cripta de los Capuchinos', sino el siempre brillante y cáustico conde Chojnicki, cuyas frases son sentencias que, si bien fueron escritas para otro contexto y otra crisis, resuenan en el oído del lector europeo contemporáneo con ecos de una estremecedora actualidad. «No hay nada más vulgar que la venganza», alega en reivindicación del catolicismo, porque promueve el perdón en un mundo que no piensa más que en el desquite, y que no deja de presentar algunas similitudes con este en el que tantos idearios se alimentan ante todo del rencor. O su cruel diagnóstico sobre los revolucionarios: «No es que yo tenga nada en contra, pero las revoluciones de hoy día tienen un defecto: no llegan a triunfar». El fino aristócrata, apegado a la realidad compleja, primordial y contradictoria de un Imperio en el que se mezclaban las etnias, las lenguas y las religiones, señala con crudeza el mal de su época: «Existe una especie de imbecilidad en los ideólogos».
Cuesta coincidir plenamente con Chojnicki, por su cinismo y su descreimiento, pero hay algo que lo enaltece, y es que se sabe muerto y no pretende venderle nada a nadie. Caminando de regreso hacia el hotel, ya bajo una noche cerrada, piensa uno si los relatos de Roth, inspirados en el ocaso del Imperio que a él le tocó ver desmoronarse, no deberían servirnos a los actuales habitantes del Viejo Continente como advertencia. Mientras nos complacemos en nuestros logros y nuestro bienestar, de los que una ciudad como esta es suntuosa expresión, el mundo no deja de moverse, en un sentido que tal vez no nos sea favorable. Ante nuestros países envejecidos, ante esa Unión Europea en horas bajas, ante nuestra incapacidad para concebir que el conflicto pueda llegar a nuestras puertas, se despliega un nuevo orden en el que pueblos más jóvenes, más pujantes y más agresivos piden el lugar que ocupaban las antiguas potencias. Incluso el gigante norteamericano, garante armado de nuestra prosperidad más reciente, se enfrenta a sus propios temblores y zozobras.
En Viena nos encontramos con Paco Bernal, uno de esos muchos españoles que en los últimos años se han buscado la vida fuera de España y alma de Viena Directo, un blog de todo punto aconsejable para acercarse a los secretos de la ciudad en la lengua de Cervantes. Una de sus últimas entradas nos ofrece un dato que inquieta: de los 252 diplomáticos rusos acreditados en Viena –sede de varias organizaciones internacionales– se calcula que al menos 100 son espías activos. Viena, añade, es una pieza central en la partida que ya ha comenzado, aunque prefiramos seguir en la ignorancia, como esos personajes de Roth que al borde del abismo apuraban su ilusión de paz.
El desafío de Europa
Al pasar frente a la Cripta de los Capuchinos, en Neuer Markt, comprueba el viajero que aún no está cerrada. Imposible resistir la tentación de visitarla, aunque uno ya la conozca. Lo cierto es que nunca la ha visto así: completamente sola, sin que nadie le estorbe la contemplación. Recorre la gran estancia en la que se alinean los sarcófagos de los Habsburgo, la dinastía oriunda de Suabia –en la actual Suiza– que reinó en Europa y a través de España en buena parte del mundo. Más modestos los primeros, grandioso el de la emperatriz María Teresa, austero y melancólico el del último de la estirpe con corona imperial, Francisco José I. Lo flanquean los de su esposa Elisabeth y su hijo Rodolfo, a quienes tuvo la desgracia de sobrevivir, sumada a la de reducir a la nada el imperio heredado de sus ancestros.
Su soledad, su abandono, aunque la cripta se vea impoluta, tienen esa nobleza postrera que imprime la derrota. Perdura al cabo en Viena su belleza magnífica, la de sus calles y avenidas, la de la música de Schubert o de Bruckner, de quien en 2024 se celebra el bicentenario. «La mariposa voló lejos de Viena», dice la letra de una canción de Tino Casal, pero piensa el viajero que el alma de Europa no puede parar en esta voluptuosidad elegíaca. El joven Trotta, en su descenso final a la cripta para presentar sus respetos a su emperador difunto, se pregunta a dónde puede ir. Ya sabemos a dónde fue Austria después de aquella caída.
Quienes lo evocamos hoy tenemos el deber de imaginar algo mejor, más a la altura del legado que hemos recibido, frente al desafío de un siglo en el que Europa, nos guste o no, dejó de ser el centro y ha de buscar su sitio en el desconcierto global.
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