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Namibia en moto La costa de los esqueletos

Namibia es un país inmenso encajado entre dos desiertos: el Kalahari y el Namib. Ambos los crucé en una motocicleta BMW R80 G/S, heredera del revolucionario modelo con el que Hubert Auriol ganó el

Namibia es un país inmenso encajado entre dos desiertos: el Kalahari y el Namib. Ambos los crucé en una motocicleta BMW R80 G/S, heredera del revolucionario modelo con el que Hubert Auriol ganó el rally París Dakar en 1981 y 1983. Se la compré en Nairobi al jefe de la radio televisión alemana en África del Este. Apenas la había usado, y después de más de 15 años de inactividad, lucía como recién salida de fábrica.

Tras mi encuentro con el Índico en Dar es Salaam, yo quería arribar al Atlántico en la Costa de los Esqueletos. Como buen fetichista de la historia, también en África deseaba rendir mi particular homenaje a los arrojados europeos que cruzaron el planeta en los más duros tiempos de la navegación a vela y los grandes huecos en los mapas. En el siglo XV, Portugal se hallaba comprometido en la explotación mercantil del continente africano y en encontrar a través del mar un camino alternativo a la Ruta de la Seda. Así que tenía que hollar el mismo suelo que pisó Diego Cao, el marinero portugués que desembarcara en Namibia en 1486.

Desde Botsuana, entré en Namibia a través del Corredor del Caprivi, húmeda frontera con Angola, bañada por el gran río Okavango. Tras superar los tediosos trámites burocráticos de toda aduana africana, me recibió una pista de tierra. Era el Parque Nacional de Bwabwata. «Tenga cuidado con los leones», me advirtieron los policías entre risas, «les gusta la carne blanca». En África el humor tiene matices algo peculiares. Los nativos de esta zona son de las tribus herero e himba. Tras unas horas de conducción, encontré Grootfontein, donde cayó el meteorito más grande jamás conocido. 55 toneladas de hierro extraterrestre descubiertas en 1920.

Una pista lleva hasta Outjo, puerta de acceso al Parque Nacional Etosha. En sus calles caminan las mujeres de la etnia himba con sus pechos desnudos, sus gruesas trenzas y sus alambicados adornos alrededor del cuello. El turismo las ha hecho conscientes del valor de su peculiaridad y no se dejan fotografiar sin cobrar la tarifa correspondiente. Un buen asfalto lleva hasta Korishas, pero de ahí hasta el mar, la vía se encrespa a lo largo de 180 kilómetros de grava y arena. Después de superar una cadena montañosa, aparece el desierto. Su magnífica inmensidad ocre se tiñe de rosas y naranjas al atardecer. Nubes de polvo se levantan en el horizonte. Cuando me aproximé, descubrí su origen: una familia de avestruces huía del rugido de mi motor.

Soñando con el Atlántico

Los guardas del Parque Nacional de la Costa de los Esqueletos no me dejaron entrar; las motocicletas están rigurosamente prohibidas. Intenté el soborno, pero Namibia es un país diferente. Me recomendaron que regresara por donde había venido. Me negué en redondo. «He recorrido siete países soñando con ver el Atlántico aquí y no pienso volver. Voy a acampar hasta que me dejéis pasar o alguien cargue con la moto y me lleve hasta la otra puerta». En plena desesperación, pensé en llamar a mi patrocinador, la firma auditora BDO, para que desde España intentaran hablar con el ministerio de Medio Ambiente de Namibia. Cuando mencioné tal posibilidad, los guardas debieron pensar que estaba loco de atar y llamaron a su jefe para explicarle el caso. Al poco tiempo, me comunicaron que tenía una autorización extraordinaria para entrar con la condición de no acampar.

Al día siguiente comprendí la prohibición. Allí sólo había arena, viento y agua de mar. Viajar en moto por aquel paraje era una odisea. En varias ocasiones tuve que liberarla a pulso de la trampa arenosa. El horizonte era un infierno blanquecino y el cielo estaba cubierto de nubes plomizas. No había nada ni nadie a mi alrededor. Estaba inmerso en la más absoluta desolación. Aquel pedazo de planeta era el verdadero fin del mundo. Pude imaginar el estupor de Diego Cao cuando después de descubrir la verdísima desembocadura del río Congo, encontró esta infinita línea de nieve salada y unas fuertes corrientes que lo empujaban inmisericordes contra la tierra. De ahí el nombre de Costa de los Esqueletos. Sobre la playa aparecía un espeso tapiz de restos arrojados por el mar. Madera, huesos y conchas. Sin embargo, una de las osamentas más impresionantes en este desierto no provenía del océano. Se trataba de una vieja instalación industrial corroída por el orín, el abandono y el salitre.

La cruz de Cao

Cao atracó en un punto de esta costa que se conoce como Cape Cross. Lo atrajo un raro sonido, como un ulular gutural. No eran sirenas quienes cantaban, sino focas. Cientos de miles de focas forman sobre el litoral una apelmazada alfombra de grasa y piel. Erigió una cruz de cinco metros y se largó pitando porque allí no había agua. Jamás volvería a pisar aquella tierra. Probablemente desesperado ante semejante inmensidad asolada, regresó al río Congo donde murió intentando su conquista. Mientras tanto, Juan II de Portugal, animado por los avances africanos, no hacía caso a un suplicante Cristóbal Colón, quien buscaba apoyo real para una ruta occidental hacia las Indias. Frustrado, el genovés emigró a Castilla para convencer a otros reyes de que la Tierra era redonda. Así, en este extremo del mundo fue Vasco de Gama quien salvó por primera vez el Cabo de las Tormentas descubierto por Bartolomé Díaz, rebautizado a partir de entonces como Cabo de Buena Esperanza, abriendo de ese modo la ansiada ruta marítima hacia los tesoros de oriente.

Cuatro horas después de haber entrado, vislumbré la salida. Un camión estaba bloqueado y tuve que rodearlo bajándome y empujando la moto a través de las dunas. Cuando superé el obstáculo, encontré varios coches parados y un grupo de jóvenes discutiendo. Eran españoles de vacaciones. Habían alquilado vehículos de tracción a las dos ruedas y no sabían qué hacer. El polvo del camino les atemorizaba. Me pidieron consejo. «Yo lo intentaría» les dije, secándome un sudor hecho engrudo de hollín, sal y cuarzo molido. «El camino es horrible, hay arena por todos lados, pero esto es increíble», dije señalando el inmenso horizonte. «Vengo desde Kenia pero es aquí donde mejor lo estoy pasando».

Los dejé pensándoselo. Al cabo de un rato de conducir por la pista paralela a una costa salvaje, plagada de buenos puntos de pesca, algunos con nombres tan curiosos como el de Popeye, encontré el aislado camping de Meile 108. Me detuve a beber una cerveza fría, algo que los namibios saben hacer realmente bien pues el país fue colonia alemana hasta después de la Primera Guerra Mundial. El ambiente germánico lo ha impregnado todo y el alemán es todavía uno de los idiomas más hablados. La cerveza Windhoek, por ejemplo, es magnífica. Estaba tomándome una y los vi pasar de regreso a la comodidad de sus hoteles en Swakopmund, la ciudad costera construida con materiales traídos directamente de Europa. Hoy es una población extraña en África, con su ordenado paseo marítimo, sus delicados chalets, su iglesia luterana y su monumento a la expedición prusiana de Kurt von François, quien llegara en 1889 con 21 soldados.

Kurt von François fundó Windhoek y se llevó a Berlín la cruz de Cao. Luego los alemanes repondrían una réplica. El oficial del Kaiser peleó contra los ingleses para echarlos del puerto de Valvis Bay y contra los nativos nama para someterlos al Segundo Reich. A todos los venció. Sin duda, Namibia ha sido siempre imán para temerarios y aventureros. Hoy en Swakopmund la industria más rentable es la de los deportes de riesgo para que mochileros del mundo se lancen en paracaídas sobre el desierto, recorran las dunas móviles en quad o hagan trekking entre venenosísimas mambas negras. Pero yo tenía que ver cómo mis compatriotas vestidos de explorador dominical ni siquiera intentaban cruzar un charco de arena en sus cómodos vehículos con aire acondicionado. Me sentí un poco triste por aquella retirada. Me resulta cada vez más evidente que los habitantes de nuestra vieja península ya no son como en los lejanos y heroicos tiempos de Diego Cao.

TEXTO Y FOTOS: MIQUEL SILVESTRE

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