CABO DE GATA, TURISMO SIN PERIFOLLOS
En el Cabo de Gata y con permiso del Levante, los nervios del viajero se atemperan mediante la visión de un mar inasible
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La plaza de Génova, en San José, es de siempre mi base de operaciones desde la que planifico, como un Patton de marca blanca en chanclas y bermudas, mis incursiones al Cabo de Gata, el lugar más lisérgico del mundo en que, con permiso del Levante, los nervios del viajero se atemperan mediante la visión de un mar inasible, del desierto lunar más imponente y de parajes que encajan raro con la vida en la tierra: secos, desolados, implacables. Únicos. En esa plaza, un puesto permanente de libros ejerce de reclamo para los curiosos que vienen de la playa, o se sientan en algunos de los bares como ritual previo a la ducha que precede a salir de cena. En ese puesto encontré un verano un ejemplar de la 'Crónica de la Transición', del periodista Joaquín Bardavío, texto vivido, imprescindible para conocer de forma cabal el periodo en que nos devolvimos la democracia. Le hice una foto al libro y se la envié. Me llamó para decirme que nunca hubiera imaginado que un título suyo pudiera venderse en la modesta caseta de un pueblo de Almería. Le emocionó. Andaba ya mal de salud. Joaquín murió el pasado julio. Tenía 81 años.
Entre los establecimientos de 'mi' plaza, el Club de la Tercera Edad es insuperable. Por muy poco dinero, se disfruta de una amplia variedad de tapas, platos combinados, guisos caseros y una cerveza muy fría y bien tirada. El personal es, además, entrañable. La orientación de su terraza, modesta, permite aplacar el calor gracias a una sombra permanente que se agradece entre caña y caña, con su tapa correspondiente.
Quizá por ser de las más grandes de la costa del Parque, San José, localidad dependiente, como otra veintena, de la levítica Níjar, está en apariencia desprovista de la vitola de ese encanto que exhiben otros núcleos turísticos del Cabo. Pero encierra muchos atractivos. Para empezar, dos de las playas canónicas del Mediterráneo: Mónsul y Los Genoveses, completadas por la ensenada de la Media Luna, todas reconocibles en múltiples películas que allí se han rodado y forman parte de la historia más indeleble del cine. Desde Carboneras a La Fabriquilla, y en otros muchos puertos en las inmediaciones, se puede alquilar una travesía en zodiac y disfrutar el contraplano de esa maravilla de línea litoral.
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Obligadísimo es también comer o cenar en el mejor italiano de San José, puede que el más reconocible de la zona por la excelente calidad de su cocina, que casi le ha dado fama nacional. Se llama 'Bistro La Plaza' y disfrutar allí una velada supone algo así como reencontrarse con el vacacionar de la infancia, donde las preocupaciones quedaban todavía muy lejos. Está en pleno centro. Lleva ahí muchísimo tiempo, aunque no tanto como esos cerros dispuestos como veletas que dominan un municipio fundado como destacamento militar cuya vida muelle discurre en posición horizontal. De siesta perpetua.
Rodalquilar y la fiebre del oro
Paisajes oníricos en el Parque hay muchos. Son incontables. La pedanía de Rodalquilar, unos pocos kilómetros al interior de San José, es como Marte. Con apenas doscientos residentes, fue un enclave minero importante en la zona en las dos últimas centurias; tierra de pioneros, a finales del siglo XIX vivió una fiebre del oro que contribuyó a moldear un paisaje de filones agotados y yacimientos exhaustos. En los años sesenta del siglo XX se descubrió en sus explotaciones un nuevo mineral: la rodalquilarita, un tipo de mineral óxido. Solo hay otras muestras de esa materia en Chile y en Arizona. Paseando por los alrededores del municipio, uno tiene casi la certeza de que va a toparse en cualquier momento con Clint Eastwood. Y, de hecho, aquí se filmó, en 1965, 'La muerte tenía un precio'.
Rodalquilar es también cuna de Carmen de Burgos, Colombine, escritora y periodista, amor traumático de Ramón Gómez de la Serna y avanzada en la defensa de los derechos de la mujer cuando esa empresa era poco menos que una misión suicida. Su memoria, creo, está escasamente preservada en el lugar. Y, sin embargo, ella lo tuvo siempre muy presente: «Me crié en un lindo valle andaluz, oculto en las estribaciones de la cordillera de Sierra Nevada, a la orilla del mar, frente a la costa africana. En esta tierra mora, en mi inolvidable Rodalquilar, se formó libremente mi espíritu y se desarrolló mi cuerpo. Nadie me habló de Dios ni de leyes, y yo me hice mis leyes y me pasé sin Dios. Allí sentí la adoración del panteísmo, el ansia ruda de los afectos nobles, la repugnancia a la mentira y los convencionalismos. Pasé a la adolescencia como hija de la natura, soñando con un libro en la mano a la orilla del mar o cruzando a galope las montañas. Después fui a la ciudad… y yo que creía buena a la humanidad toda, vi sus pequeñeces, sus miserias…». En el término de Rodalquilar se encuentra además el Playazo, otro de los arenales irrenunciables en el Parque. La pedanía cuenta con una buena oferta hotelera, entre la que destaca el Hotel Naturaleza, donde admiten mascotas y la tranquilidad parece impuesta por decreto.
Tierra y libros
El Cabo de Gata es prolijo en referencias literarias. El cortijo de los Frailes, hoy reducido a mole fantasmal que se lame en medio de la nada las heridas de un lacerante abandono, merece en cualquier caso un vistazo. Allí se produjo el suceso, conocido como el 'crimen de Níjar, que inspiró a Federico García Lorca su obra 'Bodas de sangre'. Lo leyó en un pequeño suelto publicado en 'La Voz de Almería' para sacar de ahí una tragedia universal ligada a la pulsión escénica de los griegos. La construcción, muy cerca del pequeño núcleo de Los Albaricoques, está declarada desde hace años Bien de Interés Cultural. Pero su estado es ruinoso. Quizá tenga que ser así.
Níjar, la capital de la comarca, vive sobre sí misma. Es una ciudad concentrada, donde de día el calor queda encapsulado por las montañas y su altitud, casi cuatrocientos metros, hacen de sus noches un antídoto contra el bochorno. Conviene ir provisto de un ejemplar de 'Campos de Níjar', el 'catecismo' gatense de Juan Goytisolo, y leer lo que cuenta de la villa, que tiene su encanto, sentado al fresco.
Agua Amarga pasa por ser el enclave chic del Cabo de Gata, donde el turismo todavía se desarrolla sin aditamentos gracias a la protección de la zona. La playa urbana de la pedanía, muy concurrida, es paradójicamente la más apacible de Almería. Un arenal de ensueño en forma de media luna flanqueado por dos excelentes restaurantes a pie de mar. El ocio en Agua Amarga está muy ligado a la práctica de deportes acuáticos como el buceo y el kayac. La carretera y los caminos aledaños entre San José y el pueblo resultan también idóneos para usar la bicicleta. Si se tiene afición. En sus alrededores, se localiza el imponente faro de la Mesa Roldán y un par de calas, Cala de En medio y Cala del Plomo, espectaculares.
Un olivo milenario
A unos pasos del centro se topa uno con la curiosidad de la llamada oliva milenaria de Agua Amarga: un desafiante ejemplar de olivo o acebuche cuya edad, según los especialistas, no baja de los dos mil años, más que los del huerto de Getsemaní, en Jerusalén.
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Prácticamente en la punta opuesta de Agua Amarga se emplazan las salinas. No soy mucho de aves, pero la imagen de dama orgullosa del flamenco sobre una lámina de agua rosácea, de una luminosidad que impide fijar la mirada durante mucho tiempo, es una estampa que uno se lleva para siempre de allí. Las salinas están casi al pie del Cabo, donde te venden pulseras, perfumes, piedrecitas y el viento siempre azota. Su infraestructura es de una estética desarrollista, fea, incongruente con la belleza natural del punto más suroriental de la península. «¿Por qué se llama Cabo de Gata?», pregunta mi hija, que aún cree que lo sé todo. No le hablo, naturalmente, de los topónimos que se inventaron Aviano y Ptolomeo (tiene 9 años). Me limito a decirle que los árabes le pusieron ese nombre porque allí se refugiaban los gatos del lugar, huyendo de las alimañas. Algo hay de cierto: Al-Qbta es la designación árabe de la que deriva el nombre en español, a su vez proveniente de la adaptación latina 'capita'. O sea: el cabo del cabo. Otra historia reduce el misterio a que los fenicios denominaban al cercano cerro de la Testa 'colina de las ágatas'. Vaya usted a saber.
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Las cercanías del Cabo no son recomendables para los amantes de los litorales irregulares: la costa que enfila Almería parece trazada a escuadra y cartabón. El mar semeja un plato de sopa la mayor parte del año, una buena noticia para navegantes como yo, abonados al inseguro cabotaje.
De nuevo hacia el este, remonto para ir a comer a Las Negras, un antiguo pueblo pesquero de toda la vida que se presenta como paraíso alternativo y jipi, y que a mí siempre me pareció que rivaliza en pijerío con Agua Amarga. Se come bien allí, eso sí. Pero me quedo con San José: sin máscaras ni perifollos.
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