Fuenterrabía, vacaciones de ayer y de hoy
Antes las visitas eran más largas, duraban tres meses, ahora apenas quince días, pero sus visitantes siguen acudiendo a los mismo lugares neurálgicos

Yo tenía un primo alto y grande, pelirrojo, con barba cerrada y bien cortada, que imponía mucho porque parecía muy serio. Perteneció durante muchos años a la Compañía Mixta (sólo los que han vivido el Alarde de Fuenterrabía saben a qué me refiero), pero significa cariño, pasión, respeto y mucho amor a este pueblo, el último antes de llegar a Francia , en el que había pasado todos los veranos y los mejores momentos de su vida y a donde se retiró para irse viendo el mar, cuando supo que le había llegado su momento.
Fuenterrabía -Hondarribia- es un sitio único, el último pueblo antes de llegar a la frontera de Irún. Desde sus muelles y casi al alcance de la mano, se tocan las playas francesas. Tiene campos de maíz, montes, playas, acantilados, el faro y la isla de los Faisanes, donde cuentan que se casaron el Rey Luis XIV de Francia y la Infanta María Teresa de España. Tiene una gran flota pesquera, sus traineras son un mito y sus pinchos… también. Fue castellano, navarro, francés y vuelta otra vez a empezar. Porque su historia es una sucesión de batallas , resistencias, valores y leyendas. Y fue, además, un prospero puerto de donde salían y a donde llegaban mercancías de toda Europa. Pero también la han hecho famosa sus veranos. Desde hace más de 50 años es destino de lujo para los que huyen del calor , para los amantes del golf, para los que les encanta comer y no les gustan las ciudades ni los veraneos sofisticados. Desde los veranos de tres meses, de familias numerosas y baúles con equipajes gigantes, hasta los veranos actuales de quince días, tráfico de coches, turnos de padres, de niños, zonas wifis, helados y mucho surf.
En aquellos veranos los planes eran playa por la mañana, sombrillas familiares, campeonatos de clavo o de saltar volcanes antes del baño. De regreso a casa, un paseo obligado por el bar La Muela, ya desaparecido, para tomar un pincho de ensaladilla rusa y a casa. La mitad de los veraneantes se alojaban en dos puntos neurálgicos : El esquinazo del Miramar y los apartamentos Iterlimen. Desde allí se gestionaban los planes de la tarde y se negociaban los grupos, se quedaba para la chocolatada hacia Guadalupe o hacia El Esqueleto. A las cinco de la tarde se repartían las motos, las velosolex, las vespinos y las montesas, con ruido y emoción. Había también tres días obligados de excursión con padres: uno a Igueldo en San Sebastián y donde siempre te asabas de calor, otro a los Arcos de Bayona a tomar chocolate, y en septiembre el último a los almacenes Biarritz Bonheur (actuales Lafayette) donde te compraban todo lo que un niño podía desear en su vida de estudiante.
Ahora el verano ha cambiado un poco , ya no se va a la playa del pueblo, sino que se coge el barquito y se cruza a la de Hendaya, ya no hay clavo ni volcanes, sino «body board» y «frisbiees».
Pero las meriendas y los pinchos en la Calle San Pedro no cambian, las excursiones siguen siendo invariables, las Peñas de Aya, Lesaka, Larrumbe y San Marcial siguen ahí y, desde luego, cuando hace malo, no se perdona cruzar al vecino San Juan de Luz para hacerse con los vaqueros o las "zapas" en la tienda más cool de la rue Gambetta.
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