¿La vida? Que se ponga
100 años de inteligencia conectada
Somos media docena de llamadas por teléfono. Y qué verdad hay en esta frase. Sobre todo, para los de una o dos generaciones atrás. Por él te enterabas de las buenas y malas noticias. Esperabas con ansiedad la llamada de alguien que creías era lo más importante en tu vida y, en consecuencia, te preparabas como para presentarte a una oposición cuando querías hablar con esa persona que alteraba tu química cerebral y emocional. En la era del teléfono móvil altamente tecnológico, decidir instalar en casa uno fijo, como los de antes, es lo más revolucionario que pueda existir. Determinarse a hacerlo, para dar lecciones de vida, es de sabios

Les he comprado un teléfono fijo a las niñas. Al tipo de la tienda debía resultarle divertido lo que le estaba pidiendo, pues sonreía con contención y mientras relataba las ventajas e inconvenientes de los diferentes modelos, no me quitaba ojo y probablemente estuviera preguntándose para qué puñetas quería yo un fijo. «Es para las niñas», le expliqué, y entonces me miró fijamente y escoró la cabeza, como esos perros que ven cosas y se interesan por ellas, quietísimos, suspendidos en no sé qué atención estática. «Esto no debe suceder a menudo, supongo», le solté a modo de excusa. «No mucho», me respondió lacónico, contenido y profesional, ciertamente amable para ser domingo por la tarde noche en unos grandes almacenes de Madrid.
La cosa es que me lo vendió y, al pagar, me pareció barato. Cuando llegué a casa, saqué el aparato de la caja y las niñas me miraban como a un nativo de alguna tribu ignota. Les expliqué que no tendrían un teléfono móvil hasta nueva orden y que, si de mí dependía, no iban a ver una red social más que en las noticias de la tele. Pero que no podía ni quería negarles que se relacionaran, que llamaran a los demás y que los demás las llamaran a ellas, que para eso servían los teléfonos y que ahí tenían uno.
Se descuelga descolgando, se cuelga colgando, etc. Eso que suena ahí se llama tono y cuando hay tono, se marca en el teclado el número que se apunta previamente en un listín, esto es una libreta en la que las páginas están separadas por las letras del abecedario. En ellas se apuntan los nombres de los contactos, preferiblemente por el apellido, aunque si no sabían el apellido de sus contactos, podían clasificarlos por su nombre de pila.
Podrían llamar, sobre todo, a otros teléfonos fijos y debían tener en cuenta que estarían llamando a una casa, así que convenía evitar por cortesía las horas de descanso de los demás, ser educado, saludar y presentarse, decir por favor, gracias: lo típico. Si alguien no estaba en casa, se podía dejar recado. Lo de apuntar los teléfonos en la libreta le pareció especialmente interesante a la mayor, que parecía motivada a hacerlo llevada quizás por la extrañeza de experimentar algo propio de otro tiempo y cierta risa nerviosa, como si uno abre un baúl y se prueba un vestido con corsé de ballena de la época de Madame Pompadour, y un 'jijí', y un 'jajá'.
«¿Es verdad que teníais que dar vueltas a una cosa redonda con números?», me preguntó un día la mayor. Le expliqué que sí, que eso pasaba antes de que los números fueran botones y que en casa llamaban a cualquier hora, sobre todo de la noche. Entre la gente del mundo de los toros, como el abuelo Paco, se localizaban en casa a horas intempestivas. Era habitual que sonara el teléfono a la una de la mañana y lo mismo era Rafael de Paula queriendo hablar con el abuelo de cualquier cosa que le interesara esa noche. También se daban las malas noticias, como cuando murió Antonio Ordóñez y mi padre se quedó suspendido en un silencio de lagrimones con el auricular pegado a la oreja, alumbrado en el duelo de su pijama por la luz mortecina de la lámpara del pasillo. Un día en que un amigo llamaba a mi padre, debió equivocarse con algún otro número muy similar al nuestro y le salió una mujer respondiendo que allí no vivía ningún Paco Apaolaza y que a ver cuándo al Apaolaza ese le cogía un toro.
Les acababa de regalar un teléfono para marcar mal y equivocarse, para hacer bromas telefónicas, si querían. Un teléfono para quedar con los amigos, para pasarse la tarde hablando con un colega, para esperar la llamada de aquella chica, y la chica no llamaba. Que largos se hacían los días mirando fijamente el terminal, pidiendo a los demás que abreviaran en sus conversaciones por si ella llamaba y estaba comunicando, y toda aquella angustia de descolgar el teléfono para saber si había tono, por si acaso se había ido la línea. O para llamar a la chica que te gustaba, con el corazón a mil por hora, tartamudeando con la boca seca, ensayando lo que iba uno a decir como si en lugar de llamar a una piba del cole, estuviera a punto de robar una sucursal de un banco. Y todos aquellos cables: del auricular al teléfono, del teléfono a la clavija de la red, y de ahí, vaya usted a saber a dónde.
Recordé el día en que mi padre, queriendo alumbrar el palacio de los romanos del belén, empalmó una pequeña bombilla a la red telefónica en lugar de al cable de la luz y nos quedamos dos días sin recibir llamadas. Toda esta literatura genera en los chicos un interés inusitado en esa época en la que su postura vital suele ser la de pasar.
Ganada su atención, les hubiera dicho que por teléfono recibirán las mejores noticias y las peores, también. Que algún día alguien al otro lado de la línea les rompería el corazón y que su madre y yo estaríamos allí para recoger los pedazos. Pero no se lo dije, y me callé.
Para los chicos, nuestro teléfono fijo es el blanco y negro de nuestros padres, la prueba de un tiempo inconcebible por lejano que sin embargo está a la vuelta de la esquina de los días, pues lo han vivido los de la generación anterior. Y nos parece mentira. Así, el tiempo del teléfono fijo les genera un interés muy superior al de, pongamos, la extinción de los dinosaurios. El contacto de nuestros mayores con las cosas pretéritas despierta en nosotros una curiosidad casi arqueológica.
Mi abuela nació en 1908 y murió con ciento dos. Francesa nacida en Almonaster la Real, estudió en la Sorbona. Digo yo que le inquietarían las mismas cosas que a mí, pero el contacto que había tenido con realidades que para mí eran remotas hacía de ella un ser extraordinario. Me había contado que habían tenido el sexto coche de la provincia de Huelva. Un día, siendo un niño, le pregunté: «Pero abuela, ¿tú conociste a Robespierre?».
Cuando llegué a casa, saqué el aparato de la caja y las niñas me miraban como a un nativo de alguna tribu ignota. Les expliqué que no tendrían un teléfono móvil hasta nueva orden
El teléfono remite a un mundo que era ayer en el que la gente estaba en los sitios y tú de alguna manera podías encontrarlos allí. A la hora que fuera, en la casa de fulano, en el bar. Porque se trataba de algo más que de hablar y se certificaba la presencia de alguien al otro lado, que era otro lado. Porque mantiene la higiene de lo presencial, ahora que dicen que no importa que uno esté en Shenzen o en Talavera de la Reina, y yo me río.
El fijo conserva también la magia de la incertidumbre de no saber si al otro lado hay alguien. Recuerdo un día en que mi mujer no se me puso al teléfono. Yo estaba en París cubriendo los atentados de Bataclan. A ella la sometían a una intervención y yo sabía que tenía que haber estado a su lado, cosa que hubiera sucedido si por aquellos bulevares no se hubieran cruzado una docena de tipos del ISIS con fusiles de asalto. Al día siguiente de la operación, Elena se encontró mal y fue al hospital y, cuando la llamé, se puso su madre. Me contó que le habían dado un antibiótico a ver si funcionaba y que solo se podía confiar en Dios. Me quedé sentado en un bordillo, evitado por tipos vestidos de traje que circulaban en patinete, clavados los ojos en un teléfono del que pendía mi vida entera, y yo perdido ahí en aquella ciudad en la que uno va a comprar un cargador y todo son tiendas de violines. Un par de horas después, el tratamiento funcionó, ella volvió en sí. Sonó el teléfono y al otro lado estaba, reconocí el hilo de su voz cansada. Yo a este lado, desvalido como todos los hombres cuando esperamos a que nos llame una chica, temblaba como un pibe.
Somos media docena de llamadas por teléfono. El día en que mamá me avisó de que me iba a buscar a Pamplona porque el aita no se encontraba bien, el día en que la llamamos nosotros a ella para decirle que íbamos a casarnos, la vez en que le contamos que iba a ser abuela por primera vez. Miro el terminal silencioso en su soledad recién estrenada sobre el mueble de la tele en el salón de casa y es un monumento a la quietud. Pienso en qué noticias me darán las niñas a mí o les darán a ellas de mí. Al otro lado de ese teléfono está la vida. Que se ponga.
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