Aún dicen que el aceite es caro
Las lluvias de los últimos días son insuficientes para recuperar el olivar de Jaén, patrimonio medioambiental del que depende la economía de la provincia y cuyo agostamiento, ya crónico, pone en jaque a decenas de pueblos
El aceite de oliva a precio de oro: por qué es más caro en España que en Australia

Hay un olivo domesticado y obediente, de maceta y adorno, en la instalación 'Tres ensayos de paisaje: ecosistemas móviles para climas futuros', arte conceptual en el patio del cuartel del Conde-Duque. Bajando todo recto y cruzando Despeñaperros, en Jaén son más de ' ... land art', de climas presentes y ecosistemas fijos. Si Sorolla cuadró en '¡Aún dicen que el pescado es caro!' un manifiesto plástico sobre el sacrificio de los hombres del mar, Zabaleta hizo lo propio con una obra sesgada por el expresionismo de secano. La misma angustia y la misma luz, aquí sin agua.
En Jaén, monocultivo cuadriculado por la historia y el clima, hay censados alrededor de 66,7 millones de olivas –u olivos, árbol no binario, abierto al poliamor– hasta ocupar la mitad de la superficie de una provincia entreverada de sierras, barreras para una agricultura que también practica la escalada, hasta el vértigo. Cada vez hay más olivos, consecuencia de la implantación de una producción intensiva que reduce costes y suple con maquinaria la escasez de mano de obra, pero que incrementa la demanda de agua, administrada por goteo cuando la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir abre el grifo. Hasta que el río se seque.

Las olivas necesitan entre 600 y 800 metros cúbicos de agua por hectárea y año para producir aceituna. Desde enero apenas han recibido 200 metros, cantidad incluso inferior a la del ejercicio pasado, también seco y que se cerró con una cosecha tan escasa que ha llevado a duplicar el precio del aceite. «Ya no regamos para producir, sino para mantener vivas las olivas», lamenta Juan Criado, presidente de la Federación Provincial de Comunidades de Regantes, al que acompañamos por sus tierras.
Sin flor no hay fruto
La flor se ha caído, quemada por las temperaturas de hasta cuarenta grados del pasado abril, y de cada rama apenas cuelga un puñado de aceitunas famélicas. «Vengo muy poco al campo, para no sufrir. Estas olivas de tres patas han sido y son parte de mi familia desde hace generaciones, y prefiero no verlas así», confiesa Criado. ¿Cuántos siglos pueden tener? «Unos cuantos... Es difícil saberlo, y ni siquiera sirve fijarse en los círculos del tronco, porque se van limpiando y cortando para que el árbol conserve su fuerza», apunta.
«Están preciosas de tantos cuidados como reciben.... Solo falta que les demos chocolate, pero no tienen agua, ni la van a tener», aventura Criado. «El viento solano nunca trae lluvia, y el riego que nos dan, hasta que lo corten, no es suficiente para que sigan viviendo», añade el agricultor, veterano de un olivar en el que empezó a trabajar cuando tenía 14 años. Iba a la escuela de noche, de ocho a once. Ahora tiene 78 años y a diferencia de los colectivos profesionales que, uno tras otro, demandan una jubilación anticipada, no tiene intención de retirarse.
«No hay mano de obra porque la gente no quiere trabajar en el campo. A los jóvenes les da el Gobierno un bono cultural que lo único que enseña es a no hacer nada. ¿Eso es cultura? La cultura es levantarse temprano y ponerse a trabajar», asegura Criado, que reconoce que el avance del cultivo intensivo y mecanizado no solo es consecuencia del desarrollo de la tecnología, sino de la dificultad de encontrar brazos que recojan la aceituna en el olivar tradicional. De momento no hay nada que cosechar. «¿Sabe usted cuándo tenemos aquí vacaciones? Los días que llueve».
No se ponen de acuerdo los expertos en determinar qué olivos sufrirán antes los rigores de una sequía prolongada desde hace ya tres años y que amenaza con llevarse por delante a los ejemplares más vulnerables. De seguir así el tiempo, los primeros en caer serán los de secano, los que nunca se riegan. O, por el contrario, los que se han habituado a un riego ahora convertido en riesgo. Quién sabe. Hay mangueras que ahorcan. Mientras quede río, reducido ya a una secuencia de charcos, habrá una gota de agua para mantenerlos. Los más jóvenes que pueblan las plantaciones intensivas, con las raíces superficiales, podrán aprovecharla mejor, pero quizá sean los olivos centenarios, metáfora retorcida del aguante y el sufrimiento, los que extraigan la última gota de lo más profundo.
Apenas queda aceite en la cooperativa a la que Juan Criado remolca la poca aceituna que cosecha en diciembre. Algo conservan los depósitos, pero habrá que venderlo enseguida para que los agricultores tengan liquidez y puedan tapar agujeros. No van a esperar al año que viene, cuando el precio se dispare por la escasez y la especulación. Reducir la fiscalidad no es la solución para quienes no van a ingresar otra cosa que recibos.
Cruce de siglos y caminos
Bajar por el camino de Los Romanos que cruza el término de Mengíbar lleva la conversación por los andurriales de una antigüedad cuyos restos y lecciones, a menudo ignoradas, afloran entre las olivas. «Ahora resulta que esta piedra que ha estado aquí toda la vida era la base de un puente que cruzaba el río», señala Criado, a pocos metros del yacimiento que guarda lo que queda del arco que marcaba la linde entre la Bética y la Tarraconense. «Dicen que han encontrado una vivienda que parece estar en buenas condiciones. Debía de ser la caseta del guarda», bromea Criado, más pendiente de sus árboles que del bosque subterráneo en el que faenan los arqueólogos. «Yo ya no miro al cielo, ni de dónde viene el aire... Todo el día –reconoce– ando con internet, de manera obsesiva. No se cuántas veces le doy a la tecla, a ver si aparece una nube en los sitios del tiempo». Nada. Otra vez nada.
El olivar de Pedro Moreno queda algo retirado, pero no lo suficiente como para perder el rastro de ese tiempo que se mide en siglos y no en borrascas. «No hemos aprendido nada de los romanos, que se tiraron más años que nosotros estudiando el terreno. Acueductos, y más acueductos. Eso es lo que hacían para llevar el agua de un sitio a otro, de donde llovía a donde no había agua», recuerda Moreno, para quien el carpetazo dado por Rodríguez Zapatero al Plan Hidrológico del Gobierno de Aznar representó una condena, permanente y no revisable, para la España seca.
AGUA Y ACEITE
66,7 millones
Son los ejemplares que conforman el olivar jiennense
25%
Una cuarta parte del aceite de oliva que se consume en el mundo procede de Jaén
660.000
Son las toneladas de aceite que dio la última cosecha, escasa por la sequía, la mitad que la del año anterior
3.000
Son los millones de euros anuales que genera la exportación de aceite español
El norte queda muy lejos de Jaén, y su humedad es cada vez más relativa. Mejor ponerse las gafas de cerca y mirar con desconfianza a Sevilla, hasta donde llega el chorreo de un Guadalquivir cuya agonía provoca disputas interregionales. La quimera de vertebrar España a través de la canalización del agua se desarma en función de la guerra abierta entre los que sin siquiera cambiar de comunidad se asoman con recelo e instinto de territorialidad al río del que depende su supervivencia. «Para la Feria de Abril sí que hubo agua, la que nos faltaba a nosotros en unas semanas críticas para el olivar», se queja Moreno.
Desde segundo plano y a modo de advertencia, Criado recuerda una de sus proezas. Tres décadas lleva marcando terreno. La sequía de 1992 coincidió con una Expo donde no faltó el agua y en la que se regó sobre mojado, con desahogo feriante y alegría de caseta. «Me fui hasta Santo Tomé, en la sierra, y desde ahí hacia abajo, pueblo a pueblo, presa a presa, abriendo, abriendo, venga agua, hasta que en Marmolejo cerramos el grifo. Y se acabó el agua para Sevilla». No hay para todos. Hoy son los agricultores portugueses los que riegan y amplían la superficie de su olivar con el agua que extraen del Tajo, suficiente ya para dominar el mercado del aceite en Brasil, uno de los de mayor crecimiento del mundo.

La presa hidráulica que Antonio Palacios construyó en Mengíbar entre los ratos que le dejaba la urbanización del Madrid de entreguerras se queda atrás, camino de Bailén, hasta llegar a Zocueca, donde entre préstamos y fondos de Bruselas se pudo levantar la factoría –lo de almazara le viene corto a unas instalaciones que incluyen un restaurante impregnado de buen aceite– de Picualia, compañía que cuestiona la tradición olivarera y evita el dramatismo ante una sequía que sus directivos consideran crónica. De nada sirve llorar. Las lágrimas no riegan el campo.
El tiempo de las arrugas
Con casi setenta millones de olivos, «Jaén es el bosque humanizado más grande del mundo», comenta Juan Antonio Parrilla, director técnico de Picualia e investigador de la Universidad de Jaén. «Claro que falta agua, pero también estrategia», dice Parrilla, que ve en la sequía una oportunidad para buscar alternativas al negocio tradicional. «Los costes se pueden compensar con los subproductos del olivar, residuos como el hueso, el orujo o la hoja, elementos que hasta hace poco representaban un problema y que ahora son la solución. Cuando uno ingresa medio millón de euros en subproductos, que es lo que cuesta moler la aceituna, lo que consideraba un problema le paga los costes», señala Parrilla, que también aboga por la recogida temprana de una aceituna que este año «vendrá arrugada, pero que algo de aceite tendrá».
«Claro que falta agua, pero también estrategia», dice Parrilla, que ve en la sequía una oportunidad para buscar alternativas al negocio tradicional
«Un árbol que se ha educado en el riego va a tener muy complicada la supervivencia», apunta este profesor de Historia de la Economía y las Instituciones Económicas, responsable de una almazara en la que la inteligencia artificial interviene de forma autónoma para determinar el mejor momento de la moltura. «La aceituna –dice– no hay que recogerla en diciembre, cuando está negra y empieza a caer de las ramas, sino en la segunda semana de octubre, sin perder producción y permitiendo que el olivar descanse. Hay muchas falsas creencias en este sector, pero el proceso de lipogénesis de la aceituna alcanza su pico antes de que empiece a madurar. No lo digo yo, sino Columela». Volvemos a los romanos, ahora entre modelos matemáticos y parámetros de laboratorio. Además de leer libros de Historia, en Picualia también guardan, por lo que puede pasar. En sus tanques hay reservas de aceite para freír atunes como si fueran boquerones.
Por murciano, el obispo de Jaén sabe mucho de sequía y de lluvia. «A Noé le vas a hablar tú del agua», quizá barrunte el prelado mientras pincha unas aceitunillas cuyo precio ascendente va a obligar a valorarlas como bien escaso y manjar de fiestas de guardar. El pasado 1 de mayo, monseñor Chico Martínez salió en rogativa solemne ante la talla de Nuestro Padre Jesús Nazareno, imagen señera de la capital, muy querida y venerada, pero que, como el aceite, repele el agua para poder salir en procesión cada Viernes Santo. No cayó una gota. Es lo que tiene acordarse de santa Bárbara cuando truena.
Agua bendita
De vuelta de Bailén y al atardecer, en Mengíbar sacan por los campos al Señor de las Lluvias, más humilde, pero de carácter utilitario y cuya fiabilidad es notable. Su antigua hermandad, sociedad instrumental para el tráfico de agua bendita, fue fundada en el siglo XIX por unos agricultores que sabían a qué clavos agarrarse, los de Cristo, cuando apretaba la sequía. Al día siguiente de recorrer el secano con el Señor, en brazos de cualquiera que quisiera portarlo –«siempre con el debido decoro», avisó el cura–, comenzó a llover. Veinte litros cayeron.

«Nosotros no sacamos una imagen, sino nuestra fe», asegura la presidenta de la agrupación parroquial del Señor de las Lluvias, cuya talla original fue víctima de la persecución religiosa. «Cuando encargamos una imagen nueva, la llevamos a la iglesia antes de trasladarla a su ermita del cementerio, pero estuvo una semana lloviendo y allí tuvimos que dejarla», recuerda Ana Moya, que en los días previos a la rogativa anduvo en busca de los viejos rezos que acompañaban estos rituales. «Ya no queda nadie que los recuerde», se queja Moya, que apenas conserva en la memoria unos ripios. «Señor de Lluvias,/ con tu gran poder,/ que esta misma noche/ empiece a llover». Amén.
Campo, máquina, cielo, mesa y mantel. La cadena alimentaria se cierra en la capital, donde Pedro Sánchez Jaén da de comer aparte en Bagá, restaurante en el que solo hay cubierto para siete comensales y al que la edición norteamericana de 'Forbes' acaba de poner en la lista corta de la excelencia internacional. En Bagá manda el aceite, y a media mañana están friendo unos pimientos verdes que da gloria olerlos. ¿A qué sabe la sequía? «Jaén –responde Sánchez– es una tierra de gente amarga, por culpa del aceite. De muy pequeños nos dan las aceitunas, y de inmediato hacemos guiños. Luego pasamos al alcaparrón... Esta es una tierra de sabor amargo, incluso de amarguras».
Apología del estrés
Casi el 90 por ciento del menú de Bagá es de origen vegetal, lo que ha permitido a su patrón valorar las consecuencias de la falta de lluvia. «Hablo directamente con los hortelanos que me sirven, casi todos por encargo, y a menudo discutimos por el exceso de agua que traen algunas verduras. Todas las plantas necesitan sufrir un estrés hídrico para desarrollar su potencial, y también el olivo», apunta Sánchez, que coge distancia y se aleja del frente de la guerra que libran las variables de la calidad y cantidad.
«No podemos olvidar –sigue– que la agricultura es economía, pero hay que saber esperar, y ver qué podemos hacer con la poca aceituna que se recoja este año». Para Sánchez, los agricultores son héroes que sobreviven a la sequía y a la tormenta, «gente muy curiosa de la que deberíamos aprender por su habilidad y capacidad de adaptación a la adversidad». El problema, añade, «es que hay más cocineros que agricultores, y los que van quedando prefieren cultivar nabos para Mercadona que cuatro pimientos para mí. Estamos creando una generación sin memoria gustativa. 'Cómprate un pedazo de tierra, Pedrito, y planta tú lo que quieras...' Eso es lo que me van a decir un día de estos».

El campo que surte la despensa de Bagá limita y define su cocina, pero es precisamente ese estrés, no solo hídrico, el que activa la creatividad de su maestro de cocina. «Jaén produce mucha cereza, ahora empieza la breva de Jimena, y cuando llueve podemos recolectar plantas silvestres. Lo que no podemos hacer es cultivar aguacates en una supuesta costa tropical en la que falta agua y echarnos las manos a la cabeza al enterarnos, con la guerra de Ucrania, de que en España apenas cultivamos ya cereal». Cuando aquí deje de llover, el aceite vendrá de China. Como casi todo, menos el agua.
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