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Cerco a la biopiratería

La ONU quiere que los laboratorios paguen a los países en desarrollo por el uso de sus recursos naturales y por su conocimiento, que utilizan para fabricar sus productos

ARACELI ACOSTA

«Creo que el conocimiento fue robado a mi pueblo... si podemos conseguir una pequeña ventaja de ello será una buena cosa, igual de bueno que si las personas gordas logran perder peso». Quien así habla es Dawid Kruiper, líder del pueblo bosquimano en el desierto de Kalahari. Su pueblo utilizó durante milenios una planta llamada Hoodia, que suprimía el hambre y la sed durante sus largas travesías por el desierto. Ahora es el ingrediente esencial de píldoras contra la obesidad comercializadas por las grandes farmacéuticas.

Y es que la búsqueda de nuevos componentes naturales (procedentes de plantas, animales o microorganismos) por parte de grandes multinacionales farmacéuticas, cosméticas o químicas en países en desarrollo, conduce a veces a la paradoja de que las comunidades indígenas, que ya tenían los conocimientos sobre estas sustancias, tengan que pagar a las multinacionales por utilizarlos, porque éstas ya los han patentado. Una circunstancia sobre la que la justicia ha fallado ya en alguna ocasión gracias a la denuncia de organismos internacionales y organizaciones no gubernamentales. El caso más reciente se produjo hace dos años en Estados Unidos, cuando un tribunal anuló la patente de un frijol mexicano (el Enola) que una empresa de semillas de Colorado había registrado como suya. La denuncia partió de la FAO, pues la patente permitía a la empresa cobrar por cada kilo de esta legumbre que México exportaba a Estados Unidos, lo que acabó hundiendo las importaciones y permitió que el empresario se hiciera con el mercado, cuando este frijol llevaba siglos consumiéndose en México.

Los bosquimanos han tenido peor suerte con su remedio contra los kilos. Distintas ONG denunciaron al Consejo para la Investigación Científica e Industrial, ubicado en Sudáfrica, por haber patentado los componentes de la Hoodia para su comercialización como supresores del apetito, y aunque esta denuncia terminó con la firma de un acuerdo de beneficios con el pueblo San, las compensaciones prometidas no se han cumplido.

El problema no es nuevo, pero va en aumento, y por eso desde Naciones Unidas se quiere poner cerco a estas prácticas de biopiratería. Desde hace años tratan de conseguir lo que ellos llaman Acceso y reparto de beneficios (ABS, en sus siglas en inglés), un mecanismo que regule la explotación de estos recursos y garantice una distribución más justa de los beneficios. Esto es, las multinacionales que accedan a estos recursos en un territorio que no es el suyo deberán pagar por ello, y si las aplicaciones terapéuticas de estos recursos las obtienen del conocimiento de las comunidades indígenas deberán también resarcirles por esa «cesión» de conocimiento. Según Naciones Unidas, esta práctica «pirata» supone más de doce mil millones de dólares anuales para las grandes farmacéuticas.

Lo que pretende la ONU es establecer un régimen internacional con forma de protocolo vinculante, algo así como el protocolo de Kioto, pero de biodiversidad, que llevaría aparejada la existencia de unos certificados, que son los que verificarían los pasos del recurso genético desde su origen hasta su destino final. En la cumbre de Diversidad Biológica que se celebró en Curitiba (Brasil) en 2006 se sentaron las bases para este mecanismo y se puso como tope para adoptar este régimen legal la cita de Nagoya, que entra hoy en su recta final. En este último tramo, los ministros tendrán que lidiar con posiciones beligerantes, como la de Brasil, que aprobó en junio una ley que regula la participación de extranjeros en ONG y asociaciones que trabajan en la Amazonia, porque sospecha que hay intereses de farmacéuticas y químicas.

Con carácter retroactivo

Brasil, junto con otros países latinoamericanos y africanos, lideran la iniciativa, y han lanzado un órdago en la negociación: que este régimen tenga carácter retroactivo y se les pague por lo que ya les ha sido esquilmado. Según Theo Oberhuber, coordinador de Ecologistas en Acción, se trata de «un mecanismo de presión» para al final llegar a un término medio y que el protocolo pueda salir adelante.

Todo parece indicar que la Unión Europea —a favor del ABS, pero sin carácter retroactivo— intentará mediar entre los llamados países del Sur y el resto de industrializados, de los cuales algunos mantienen posturas enconadas, como Canadá, Nueva Zelanda y Australia. Puede que finalmente se pacte un acuerdo de mínimos que permita aprobar un plan estratégico para detener la pérdida de biodiversidad a 2020 y regenerar los ecosistemas ya degradados. «Nos jugamos mucho en esta cumbre», advierte el director general del Medio Natural, José Jiménez, quien reconoce que el «fracaso» es un riesgo en la cumbre de Nagoya.

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