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El fruto del Concilio Vaticano II está en su inicio y se manifestará durante siglos

Benedicto XVI evitó deliberadamente hacer balances e insistió en que el Concilio debe interpretarse en clave mariana como guía para el presente y el futuro

Apertura de una de las sesiones del Concilio Vaticano II

JUAN VICENTE BOO. CORRESPONSAL

ROMA. Cuarenta años es la mitad de la vida de un hombre y la medida bíblica de una generación, pero es tan sólo un instante en la vida de la Iglesia que, aun siendo ya bimilenaria, se encuentra sólo en sus primeros balbuceos. Por eso, en sus tres intervenciones del 8 de diciembre sobre el 40 aniversario del Concilio Vaticano II -la homilía, el Ángelus y la ofrenda a la Inmaculada- Benedicto XVI evitó deliberadamente hacer el mínimo balance e insistió en que el Concilio debe interpretarse en clave mariana como guía para el presente y el futuro.

Su compromiso con el Vaticano II había sido expresado rotundamente el 20 de abril en la Capilla Sixtina, al día siguiente de ser elegido Papa. En su primera homilía afirmó que «con toda razón, Juan Pablo II ha indicado el Concilio como la «brújula» para orientarse en el vasto océano del tercer milenio. También yo, al asumir el servicio de sucesor de Pedro, quiero afirmar con fuerza mi decidida voluntad de continuar la aplicación del Concilio Vaticano II en la estela de mis predecesores. Con el paso de los años, los documentos conciliares no han perdido actualidad sino que sus enseñanzas se revelan particularmente oportunas respecto a las nuevas instancias de la Iglesia y de la actual sociedad globalizada».

El pasado 30 de octubre, Benedicto XVI hacía hincapié en esa idea afirmando que «la declaración «Nostra Aetate» es de grandísima actualidad porque indica la actitud ante las religiones no cristianas partiendo del principio de que «todos los hombres constituyen una sola comunidad» y de que la Iglesia «tiene el deber de promover la unidad y el amor entre los pueblos». Por eso os invito a tomar de nuevo en las manos esos documentos y pedir a María que todos los creyentes mantengan siempre vivo el espíritu del Concilio Vaticano II para contribuir a instaurar en el mundo la fraternidad universal que responde a la voluntad de Dios».

Restablecer la amistad

«Nostra Aetate» invitaba a restablecer la amistad con el mundo judío. Así como Juan Pablo II lo llevó a la práctica en la Sinagoga de Roma y el Muro del Templo en Jerusalén, Benedicto XVI visitó en agosto la sinagoga de Colonia, destruida por los nazis en la vergonzosa «Kristallnacht» que serviría de preámbulo al Holocausto.

El efecto de los 16 grandes documentos del Vaticano II salta a la vista de quien conozca la situación anterior. El jueves, el Papa hablaba en italiano y no en latín, celebraba la misa cara al pueblo y agradecía la presencia de una delegación del Consejo Metodista Mundial. Ayer les recibió en audiencia y aplaudió su proyecto de sumarse a la firma de la Declaración Conjunta sobre la Justificación, suscrita por la Iglesia Católica y la Federación Luterana Mundial en Augsburgo en 1999. Es uno más entre los logros del ecumenismo, el objetivo formulado por el Vaticano II en el decreto «Unitatis Redintegratio».

Marcar rumbos

La constitución dogmática «Dei Verbum» sobre la Palabra de Dios ha facilitado volver a las fuentes del Evangelio, pero debe dar más fruto. El Papa afirma que no ha sido suficientemente asimilada, y lo sabe muy bien pues en sus veinte años como presidente de la Pontificia Comisión Bíblica ha promovido dos grandes documentos -«La interpretación de la Biblia en la Iglesia» (1993) y «El pueblo judío y sus Escrituras en la vida de la Iglesia» (2001)- que muchos católicos todavía no conocen.

Mirando alrededor, la aplicación del Concilio Vaticano II es clara, pero sus frutos están sólo al inicio. El presidente del Comité Pontificio de Ciencias Históricas, Walter Brandmüller, recordaba que «después del primer concilio, en Nicea (325), las luchas religiosas ásperas y violentas duraron más de un siglo. Después del Concilio de Trento (1563) pasó casi un siglo antes de que sus decretos mostrasen eficacia a gran escala con un extraordinario florecimiento misionero, religioso y cultural en la Europa que siguió siendo católica». Benedicto XVI es un teólogo de la historia, y la ve en profundidad hacia el futuro. Por eso, en lugar de hacer balances, marca rumbos.

El primero universal

Brandmüller, que es una autoridad mundial en historia de los concilios, define el Vaticano II como «el Concilio de los superlativos» pues fue el primero universal, con 2.440 obispos. Los 642 del Vaticano I se habían instalado cómodamente en uno de los brazos del crucero mientras que el Vaticano II ocupaba, con sus espectaculares gradas, toda la nave central.

En su discurso de apertura, el Papa Juan XXIII afirmó que «la Iglesia siempre se ha opuesto a las herejías, y frecuentemente las ha condenado con la máxima dureza. Hoy, en cambio, la Iglesia prefiere recurrir a la medicina de la gracia, prefiriendo demostrar la validez de su doctrina en lugar de expresar condenas». Así comenzó un nuevo tipo de concilio, más espiritual y pastoral, que tenía como objetivo acercarse tanto al Evangelio como a la humanidad contemporánea. El mundo reaccionó con enorme interés, y el Concilio fue seguido por un millar de periodistas. La pasada primavera, en la muerte de Juan Pablo II, los informadores eran siete mil, y los estadistas del mundo entero acudieron a rendirle homenaje.

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