La edad del infantilismo
Llueve porque es un fenómeno atmosférico ingobernable y lo único que podemos hacer es sacar la enseñanza de que no podemos controlarlo todo. En realidad, no controlamos nada
Para escribir estas líneas en el mediodía del Viernes Santo, desoigo abiertamente el consejo del compañero Javier Macías, pero me puede todo lo que estoy viendo y escuchando alrededor y me empuja a ello el testimonio, hondo y consecuente, del hermano mayor de la Macarena, ... José Antonio Fernández Cabrero, con el que no habré cruzado más que algunas palabras de cortesía recíproca cuando nos han presentado.
Pero su exposición de lo que ha de ser una fe adulta en la entrevista que mi ex alumno José Manuel Peña Sutil le hizo en 7TV al filo de la medianoche, me impele a escribir esta opinión a contrapelo, aun a sabiendas de que no será bien entendida y me lloverán (dichoso verbo, caramba) críticas y reproches a porrillo. Qué le vamos a hacer. Uno no está al servicio de la gloria vana ni el halago mundano, sino de la Verdad. Y eso, escrito con mayúsculas, son palabras mayores.
Le preguntaba Peña al hermano mayor que cuáles eran sus intenciones para la estación de penitencia que no iba a poder realizar la Macarena y Cabrero respondía desde la atalaya de una fe madura: «Ninguna, yo le pido al Señor de la Sentencia que se haga su voluntad y no la mía. Le pido que me conceda lo que me conviene y no acierto a solicitar».
Maravilloso. Eso es: la mirada agradecida con todo lo que la vida traiga, porque es el regalo más inmenso que nos hace la Providencia. Y entonces pensé: si a mi alrededor he escuchado dar las gracias por un cáncer (sí, por un cáncer, al que miran de frente con los ojos de la fe), cómo no voy a escribir yo un artículo dando gracias por la lluvia. Sí, por la lluvia que nos ha dejado sin cofradías. Porque cuando se cae en la cuenta de que todos los bienes y dones vienen de arriba, sólo entonces se puede contemplar la vida para alcanzar amor.
Lo que sucede es que vivimos como niños malcriados a los que siempre se les ha consentido todo. Por eso bendigo la lluvia y doy gracias a Dios por el tormentazo de las seis de la mañana de este Viernes Santo: porque me saca de mi ensoñación y me da de bruces con las limitaciones de mi propia voluntad. Yo quería que no hubiera llovido esta noche, ni el Jueves, ni ningún día de la Semana Santa, no soy tan pérfido. Pero no está en mi mano ni puedo hacer nada por evitarlo.
Lo acojo y experimento que hay una realidad que escapa de mi voluntad, que es lo contrario de lo que machaconamente nos martillea la publicidad y esa engañifa monumental que es la autoayuda: «Haz tus sueños realidad», «Nada es imposible», «Si lo quieres lo puedes lograr». Venga ya. Llueve y no salen los pasos. Y no es que la Virgen tal o el Cristo cual así lo haya querido, vamos a dejarnos de monsergas. Llueve porque es un fenómeno atmosférico ingobernable y lo único que podemos hacer es sacar la enseñanza de que no podemos controlarlo todo. En realidad, no controlamos nada.
Pero el comportamiento que veo a mi alrededor es propio de niños ante el catálogo de juguetes de los Reyes Magos: se lo piden todo. Piden que la banda toque una marcha y que la cuadrilla de costaleros ejecute un cambio de ritmo cuando pasan por delante de ellos; piden tirar los pétalos al aire porque eso da el gustazo de que nos graben un vídeo y lo suban a las redes; piden que los nazarenos se echen a un lado para que puedan pasar sin estorbo aunque molesten a los demás; piden que se abran las puertas cuando ellos justo han llegado para fotografiar los pasos; piden que todo gire en torno a sus deseos, sus gustos o sus caprichos. Que es lo opuesto del espíritu colectivo que anima la hermandad y la propia fiesta.
Se piden salud, se piden honores, se piden riquezas, se piden vida larga, se piden, se piden… Pero resulta que hay gente que enferma y sufre mucho, gente puteada en sus trabajos a la que no le van a dar ni la medalla de los veinticinco años de cofrade, gente que duerme en la calle porque no tiene dónde caerse muerta, gente que se va al otro barrio en la flor de la vida, gente viviendo vidas a las que parece que no alcanzaron las súplicas de intercesión a «los titulares» de la hermandad. Gente jodida, hablando claro.
Y es esa gente de la que más se aprende. De la que encuentra que la lluvia de la Madrugada tiene un sentido espiritual más allá de que vaya a aliviar la sequía. Y que enseña a los monaguillos chillones a tolerar la frustración de no salir, a los adolescentes caprichosos a obedecer sin rechistar al hermano mayor (¿no era ese el título de un programa televisivo de reeducación emocional de chavales?) sea cual sea la decisión que tome, al hombre adulto a sobrellevar la incomodidad de desplazarse hasta el templo revestido con la túnica, al anciano a esperar anhelante que Dios le conceda graciosamente un año más de vida para volver a ver la cofradía en la calle. Porque no está en sus manos y todo es gracia. Todo.
Esta es la edad del infantilismo, definido como un trastorno colectivo que nos impide madurar en todos los órdenes de la vida: en la responsabilidad cívica y en la vivencia de la fe. Sólo hay derechos (legales) y peticiones (orantes). Lo mejor de la Semana Santa es que es un inmenso laboratorio social en el que la colectividad se expresa sin cortapisas de los poderes establecidos. Así somos, aunque no nos guste lo que vemos en el espejo: la mancha de jóvenes acampados en el suelo comiendo pizzas que encargan por teléfono, la bulla irrespetuosa que no se calla ni debajo del agua, la fe titubeante que se aferra a un pensamiento mágico (justo como el Herodes de la Amargura), la petalada y los vivas a deshoras, el nazareno retransmitiendo por Instagram si su hermandad sale o no sale, la junta de gobierno que quiere pasar a la historia o a la portada del ABC, el artista que persigue una gloria que no le pertenece, el desprecio por cuanto no sacia mi curiosidad o mi preferencia o mi deseo.
Lo siento. Siento que haya llovido y siento haber escrito de una manera tan desabrida, pero alguien lo tenía que decir. Y ahora, que me piten los oídos. ¡Gloria a Dios, cofrades!
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