crónica
Un traslado frío y directo de Los Estudiantes de la Catedral al Rectorado
Tinta de ceniza
La cofradía trasladó a sus titulares de la Catedral a la capilla del Rectorado en poco más de una hora
En imágenes, traslado de vuelta de la hermandad de los Estudiantes al Rectorado
El programa de la Semana Santa de Sevilla de 2024
Certero como un venablo disparado al corazón de la ciudad, directo como el infarto fulminante que me va a dejar cada mañana sin el emoticono del pulgar levantado con que Ramón Ybarra -qué temprano te has ido- respondía con puntualidad mis buenos días y gracias a Dios. Helador como la propia muerte que exhibe el crucificado de Juan de Mesa, despojado de todo, frío hasta la lividez del cadáver exangüe, tumbado que no suspendido. Todo muy rápido, sin contemplaciones, sin preámbulos ni comitivas, sin más rezos que los que bisbiseaba Pablo Guija, director del Sarus y capellán de la Universidad, tras las andas del Cristo de la Buena Muerte.
Vino a durar poco más de una hora desde que el Cristo se plantó en la puerta de los Palos a las 7.25 hasta que se recogió la Virgen de la Angustia en su capilla universitaria a las 20.38. En ese tiempo pasó todo: pasó la vida, pasó la muerte, pasó el gozo y pasó la angustia. En la plaza Virgen de los Reyes, a la salida, uno de cada tres espectadores era forastero, viajero o turista, a los que les sorprendió que se agolpara el público hasta la mitad de la plaza, lindando con la fuente de Lafita, y se quedaron a esperar el traslado. Por eso tantísimos teléfonos alzados para capturar la imagen del crucificado con la Giralda de fondo.
Los naranjos contribuían a acentuar la sensación de frío con una tenue nevada de azahar desprendido de las ramitas. Como si se hubieran equivocado de fecha brotando tan pronto para caer al suelo a las primeras de cambio. Porque la tarde era invernal y la hermandad miraba al cielo de reojo sin fiarse del todo de las nubes que entoldaban el lubricán.
Cada uno anda como acostumbra y las andas de los titulares de los Estudiantes se movieron igual que sus pasos, sin alharacas. Los presentes los contemplaban pasar en un periquete pero luego se fue esponjando el público a lo largo del recorrido e incluso el último tramo de San Fernando se vio algo despoblado porque todo el mundo se fue a esperar a las imágenes en la lonja de la Universidad. Qué contraste.
Iluminada con una luz refulgente, la fama que corona la antigua fábrica de tabacos tocando la trompeta para que todo el mundo reconozca, en tiempos, la gloria de los Borbones que mandaron construirla y, hoy por hoy, el reconocimiento académico de quienes ciñen los laureles de la excelencia docente e investigadora. En la penumbra, lejos de los focos, el Cristo mudo que no busca honores sino oprobios al que una veintena larga de hombres transporta sobre sus hombros sin que su gloria restalle en medio de la noche.
La sombra vino bien también para disimular la suciedad y los papelajos que se amontonaban junto a la fachada del Rectorado. Nada distinto a la avenida de la Constitución, sucia como, por lo visto, corresponde a un domingo por la noche o como la había maltratado una tarde ventosa o como se intuye que la habrían dejado los turnos de libranza de las cuadrillas de barrenderos. O por todo a la vez.
Un niño pregunta sorprendido: «¿Por qué va tumbado?». Y la pregunta no es para nada retórica porque ese crucificado está hecho para contemplarlo en alto de frente y no de costado casi a la altura de los ojos. Ya está donde debe estar: en su capilla, de donde ha faltado toda la semana de conmemoración en la Catedral por el centenario de la hermandad.
El volumen de su ausencia en el altar neorrenacentista que lo enmarca era demasiado grande. Casi tanto como el que deja la muerte que no es buena sino traicionera y heladora.
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