Primer golpe. La rosa de la Macarena

Los tréboles verdes de París que le regaló Joselito han florecido para crear una rosa de oro. Ni la coronación de 1913, ni la de 1964, ni la Medalla de Sevilla, ni los brillantes de la Banús, ni el manto camaronero, ni la pluma de Muñoz y Pavón, ni la saeta de Marta en la amanecida calle Parras, ni la marcha de Braña, o la de Morales, o la de Gámez Laserna, o la de Abel Moreno, ni los poemas de Buzón, ni las décimas de Caro Romero, ni la plata que repujó Cayetano, ni el joyero de Marmolejo, ni los oros que tejió Juan Manuel, ni los pinceles de Juan Miguel, ni los mimos de Garduño, ni los cuidados de Arquillo, ni la levantá de Luis León, ni la visita de Eva Perón, ni el piropo de Antonio Gala cuando viene por la calle Feria con las ojeras encendidas, ni la rima de los Quintero, ni el verso de García Lorca, ni la copla de Rafael de León, ni el cajón de la guerra, ni la cama de su limpiadora en la que pasó las noches de plomo, ni aniversarios, ni centenarios, ni sabatinas, ni las fotos de Serrano, ni las fotos de Haretón... ninguno de los regalos que le han hecho los siglos a la Esperanza son equiparables en trascendencia a la Rosa de Oro del Papa. Aquella Virgen de los hortelanos y de los milicianos, de los militares y de los fruteros tiene un reconocimiento que no suele ser abundante. Como las grandes devociones del planeta bajo la Rosa de San Gil germinará ahora la Rosa de Oro. La suerte es tenerla aquí, en la cercanía, en lo cotidiano. Ya se lo escribió Cattoni: Ella es «remate de alejandrinos, revolución de merino, Esperanza Macarena»