450 aniversario del Cristo de Burgos
De Flandes a Burgos, para la devoción de Sevilla
Cuatro siglos y medio cumple una de las tallas más desconocidas de la ciudad pero de historia más interesante. el contexto manierista de finales del xvi terminó por ceder los rasgos al clasicismo, sobre todo por el aire agustino con el que juan bautista vázquez 'el viejo' se embarcó en la talla de su crucificado por antonomasia
A finales de 1574, Sevilla aún se estaba acostumbrando a su Giraldillo. El crisol de culturas hecho torre no se había coronado hasta hacía seis años, en un entorno en el que aún tardaría una década en empezar a materializarse el Archivo de Indias ... , entonces lonja, o la Casa de la Moneda. El edificio plateresco del Ayuntamiento llevaba apenas diez años concluido y los trabajos del Hospital de las Cinco Llagas -hoy sede del Parlamento de Andalucía- pasaban tímidamente el ecuador de sus obras.
Los símbolos históricos de la ciudad tal y como la conocemos aún estaban en proceso. Sin embargo, hace 450 años ya existía una de esas imágenes que inspiran recogimiento y unción cada Miércoles Santo contemporáneo. Una talla que, del mismo modo que concedió su gracia al genial Diego de Velázquez -bautizado en su capilla en 1599-, sigue siendo objeto de plegarias de todo aquel que lo contempla: el Santísimo Cristo de Burgos.
La efemérides que ahora celebra su hermandad pone de manifiesto la incontestable certeza de que se trata del Cristo más antiguo documentado de la Semana Santa de Sevilla, y del segundo con más historia detrás del de Vera+Cruz.
La afirmación la atestigua la fecha de la carta de finiquito y entrega de la imagen, del 22 de noviembre del citado año, fin de un proceso iniciado doce meses antes por el escultor Juan Bautista Vázquez. El salmantino, de profusa trayectoria previa en el arte del retablo en Ávila y Toledo, se embarcaba así en la génesis de la que se convertiría en su obra cumbre en el ámbito religioso, pues también se dedicaba a la ornamentación civil. Como muestra, las primitivas fuentes de la Alameda de Hércules, que quedó urbanizada y ajardinada por primera vez aquel 1574 por el Conde de Barajas; o el modelo con el que Bartolomé Morel gestó precisamente la veleta de la Giralda.
Que 'El Viejo' -como quedó apodado una vez que su hijo, de igual nombre, siguió sus pasos- estuviera ligado a todos estos grandes proyectos llevó al licenciado Juan de Castañeda a confiar en él para gubiar una imagen de Jesús en la cruz para su propia capilla funeraria, dentro de la iglesia de San Pedro.
Doble interpretación
La fuerza de la talla no sólo ha trascendido las épocas sino también las fronteras, pues el encargo bebe de una doble inspiración que hunde sus raíces en Flandes. La consigna que recibe Juan Bautista Vázquez, y que recuerda el académico de Santa Isabel de Hungría Pedro Sánchez Núñez, es clara: dar cuerpo a un cristo de «ocho palmos y medio de vara -en torno a 1,70 metros- con 'su corona de espina y sus cabellos largos y un paño en el cuerpo según y en la forma que está y lo tiene el santo Crucifijo de la Capilla de San Agustín de esta Ciudad'».
![El primitivo Cristo de San Agustín sevillano, en la multitudinaria procesión de 1926, diez años antes del fatal incendio](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/sevilla/2024/05/31/cristo-sanagustin-sevilla.jpg)
Lejos de la discreta veneración que tiene hoy su réplica en una de las naves laterales de la parroquia de San Roque, el crucifijo de San Agustín era antaño uno de los puntales devocionales de Sevilla. Se le atribuían diversos milagros y era el protagonista de notorios episodios penitenciales como el vía crucis al humilladero de la Cruz del Campo -germen del que auspiciaría en 1531 Fadrique Enríquez de Ribera-. Sin saberlo, Juan Bautista Vázquez tallaría 'dos veces' al Cristo de San Agustín o de Burgos. La primera, en 1571, para embellecer este templete.
Y es que la agustina fue una de las únicas dos órdenes que se establecieron en la Sevilla de después de la Reconquista. Sus monjes aprovecharon para expandir los actos piadosos en torno a la advocación que en la ciudad burgalesa ya gozaba de amplia pleitesía. Aquel Cristo de San Agustín castellanoleonés fue el que, tras la desamortización del cenobio, llegaría a la Catedral de Burgos en 1836.
Allí sigue recibiendo culto, con un aspecto que no ha cambiado un ápice el gusto medieval. Se le sigue presentando con su largo faldellín tubular de tela, su melena y barba naturales y con las «articulaciones forradas de cuero» y «uñas hechas de asta, curvadas mediante calor», como explicó el restaurador Luis Cristóbal tras intervenir la imagen, de la que la leyenda llegó a contar que había sido obra del propio Nicodemo.
Este extremo es totalmente falso, pues su origen se encaja entre 1350 y 1399 por varias cuestiones. Por ejemplo, además de tener los brazos articulados tiene movilidad en el cuello, la cadera, las rodillas, los pies y los dedos, muy propio de la época por su uso en autos sacramentales. Y, sobre todo, por el «aspecto putrefacto, pestilente, realizado con todos los recursos formales para acentuar la idea de dolor». Así define la historiadora Ruth Fernández a estos cristos del descendimiento en tiempos en los que la peste diezmaba las poblaciones europeas.
Dulzura y clasicismo
Sin embargo, con cada reinterpretación del crucificado burgalés el resultado final se iba alejando más de la crudeza. Ya el Cristo de San Agustín de Sevilla acercó la propuesta a los cánones de la escultura gótica andaluza, pero sin duda la obra de 'El Viejo' eliminó cualquier severidad. Un crucificado ya muerto, con todos los estigmas y marcados regueros de sangre, y que sin embargo transmite sosiego.
Una efigie que logra el patetismo, pero a través de una gran mesura y proporción, hasta el punto de ser uno de los máximos exponentes del arte de la imaginería sevillana de sublimar la belleza en el relato de la Pasión. Todo pese a la corriente manierista imperante en el arte europeo y que el propio Bautista impregnó en muchos otros crucificados de su factura, como el de la Expiración de Hinojos o el de la Buena Muerte de Lebrija.
En el Cristo de Burgos se mantiene la característica curvatura del cuerpo inerte del modelo agustino, con la cabeza basculando hacia abajo y hacia la derecha, y la marcada línea baja de las costillas. Sin embargo 'El Viejo' «dota a su obra de una serenidad, movimiento y modelado, manifiestos en la cabeza, hermosísima de líneas y proporciones, que ya son clásicos. El Cristo cuelga de la cruz sin sufrimiento, como si estuviera dormido», concluye Pedro Sánchez Núñez.
Las propias facciones también contribuyen a esta idea, como señala el historiador del arte Jesús Porres Benavides: «La nariz es recta y fina, se une a las cejas por unas líneas curvas de perfecta armonía, la boca pequeña y entreabierta de labios correctos y lengua tallada». Otros detalles corporales aportan expresividad dentro de la contención, como ocurre con la flexión de algunos de los dedos de la mano.
Aunque hay que imaginar al Cristo de Burgos sevillano con el faldellín de tela y el pelo y la barba naturales en aquel siglo XVI, elementos que siempre añaden dramatismo a una talla, basta con compararlo con otra obra de la época, el soberbio y laocoontiano Cristo de la Expiración del Museo (1575), absolutamente manierista, para ver de lleno las diferencias y entender que el de San Pedro es una obra maestra clásica.
Especialmente cuando a finales del siglo XIX el escultor sevillano Manuel Gutiérrez-Reyes Cano le talla finalmente la cabellera y la barba, le coloca una corona de espinas y le prepara un sudario a base de telas encoladas. Tanto el vello del mentón, ligeramente bífido, como la disposición del paño de pureza se realizan al modo en que los hubiera planteado el propio Juan Bautista Vázquez, de no haber tenido aquellas precisas indicaciones.
Curiosamente, en la restauración llevada a cabo en 1997 por Enrique Gutiérrez Carrasquilla, bajo informe de Gabriel Ferreras, se encontró dentro del sudario varios recortes de periódico, entre tantos otros elementos con los que Gutiérrez-Reyes Cano buscó abultar el conjunto. La noticia que recogía aquel diario, sobre el explosivo accidente del vapor Cabo Machichaco en el puerto de Santander, permitió situar entre 1893 y 1894 esta intervención que cambió por completo la fisonomía del crucificado de San Pedro.
La intención o el azar volvía a vincular a los dos Cristos de Burgos, esta vez a través del mar, pues cuenta la leyenda que al de los agustinos lo encontraron dentro de un cofre a la deriva unos mercantes burgaleses durante su travesía de vuelta de Flandes.
Para llegar a la imagen que todos conocemos faltaba aún una intervención, la de José Ordóñez, centrada en la policromía. La acometió a comienzos del siglo XX, una centuria de lo más intensa para la corporación, con diversos actos de unión entre la ciudad de Sevilla y la de Burgos -representadas ambas en el paisaje idealizado que pintó Antonio Kiernam Flores en el retablo cerámico de la fachada principal del templo-; y con la designación de la talla para presidir el Vía Crucis de las Hermandades en 1999.
En todos estos momentos ha estado presente este crucificado sin estridencias, muy sevillano aunque remita a Castilla. Una devoción particular que parece haber mantenido ese carácter 'exclusivo', de relativa minoría cofradiera, cuatro siglos y medio después.
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