CRÓNICA
Martes de Feria en Sevilla: Todos los fuegos el fuego
Las altas temperaturas marcaron una jornada en la que se volvió a demostrar que los sevillanos son inmunes a la lava
La odisea de ir y volver de la Feria de Abril de Sevilla
Martes de Feria de Sevilla 2024, en imágenes
![Imagen de ambiente en el real el martes de Feria de Abril](https://s1.abcstatics.com/abc/www/multimedia/sevilla/2024/04/16/giglioti-R0vOCNYlr762u3cFMGFi4rI-1200x840@diario_abc.jpg)
Se cocinaba a fuego alto pero lento en las vitrocerámicas del cielo, bullía el caldero de la alquimia sevillana, castigaba el lorenzo visiblemente molesto por no poder bajarse un rato a echarse una. Vamos, hablemos en plata porque lo merece: hacía un calor de narices. ... Caía un sol de justicia que, como dijo un señor con mucho acierto mientras golpeaba con el envés de la mano el pecho de su acompañante, iba camino de ser de sentencia. Al mediodía, cuando la vampírica juventud aún dormía con la persiana bajada hasta al final, cargando pilas para volver a soñar, la Feria abría de nuevo sus brazos, sus tentáculos, para recibir a los ciudadanos errantes del laberinto de la alegría.
Algunos sevillanos recorrían el camino que separa sus casas de la portada con el cuello de la camisa abierto, esperando a estar más cerca para hacerse el nudo de la corbata mirándose en el retrovisor de una Vespa. En el real el albero lucía tan amarillo que parecía que era una sábana de oro, se volvía a poder circular con fluidez por la mañana. Un hombre ojeaba el periódico con la primera cerveza en la mano y las gafas desmontables sobre el cuello, levantando de cuando en cuando la vista de las páginas para observar a la gente que pasaba. En las casetas se sucedían las comidas familiares, almorzaban los feriantes con el sonido ambiente perfecto que compone la armonía de una sevillana lejana y los cascos de los caballos rebotando contra el asfalto. Fuera se fundían las aceras, las mujeres se ponían los abanicos en la frente para protegerse, el vendedor de almendras prometía que al día siguiente traería el género crudo, que se freiría en solo dos paseos.
Un matrimonio mayor se apostaba bajo la sombra de un árbol al principio de Juan Belmonte para ver el paseo de caballos. Aurelio, con camisa a cuadros y una eterna postura de brazos en jarra que solo cambiaba para colocarse el pantalón y ajustarlo a su redonda y perfecta barriga, observaba con cara de estar pensando lo bien que andaban las bestias. Trini, en cambio, estaba enfrascada en una pelea con el smartphone, sonriendo mientras le echaba fotos a todo lo que se movía, sujetando el móvil con la mano izquierda, dándole al botón de la cámara con el dedo índice derecho. La ciudad era un averno disfrutable.
Entraba el presidente de la Junta por Bombita rodeado de su séquito camino de la copa del Partido Popular. Pasaron por delante de dos camareros que estaban en el parón para el cigarrito y que se pusieron a comentar la jugada. Primero dijo uno que si irían hacia la caseta del PSOE, a lo que el otro respondió: «Que se ponga crema, que va a pasar de Juanma Moreno a Juanma Quemado». «Malísimo quillo, malísimo» repetían mientras se descojonaban. Qué tendrá este lugar que somos capaces hasta de reírnos de la gracia que nos hace lo que no tiene gracia, que aprovechamos cualquier momento para liberar endorfinas.
Las horas pasaban y la tarde se derretía como el helado que se estaba comiendo un niño con la camisa llena de gruesos trazos de chocolate. Sevilla era una hoguera a la que cada vez se le echaba más madera. Conforme pasaba el tiempo iba llegando más y más gente, el ser festivo el miércoles era un pretexto lo suficientemente convincente. La olla de la pasión burbujeaba muy fuerte y la tapa del autocontrol daba pequeños saltitos avisando de que podía caerse. Por la atmósfera volaba un dilema: insolación o borrachera, golpe de calor o tajá. Se llegaba a ese bucle, ese círculo vicioso, en el que la infernal sensación térmica hace que el rebujito deje de sentirse como rebujito y empiece a saber a agua de algún manantial profano. Y claro, uno se agarra una cebolla que hace que vuelvan los calores.
Las insoportables coces de la primavera hicieron que la gente se apelotonase alrededor de los ventiladores en las casetas, esperando a que llegase ese momento mágico que sucede apenas en unos pocos minutos. Un instante en el que uno, con la almohada de la cogorza, se asoma al exterior y contempla que el sol está en retirada, y ve todo impregnado de naranja, e intuye una leve brisilla que le termina de redondear la plenitud. Un tris que dura más o menos lo que duró el pase de pecho con la rodilla clavada en la arena de Juan Ortega. Ese diría yo que es el barómetro con el que hay que medir el breve acercamiento a la eternidad que tenemos los que albergamos la fortuna de vivir en el rincón de los sueños. El bochorno persistía y se ponía a bailar de la mano del gentío, los sevillanos se abrazaban a la ciudad por el miedo a que se evaporase, con el canguelo de que alguien levantara un telón y revelara que nada de aquello era real. Pero no, no pasó, la noche combustionó y dejó que los supervivientes ardieran con ella. «No he pasado más calor en mi vida», eso se decía, y no por exageración, más bien porque de verdad tenemos ese sentimiento de que cuando estamos en abril, las vidas se renuevan.
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