Discurso de Lola Pons del XXIV Premio Periodístico Romero Murube: «Pero no nací en Sevilla»
La catedrática de Lengua Española, Lingüística y Teoría de la Literatura de la Universidad de Sevilla ha recibido este jueves el galardón durante una cena celebrada en la Casa de ABC en Sevilla
Hace unas semanas yo subía la cuesta hacia la Casa de los Pinelo por la calle Argote de Molina cuando un patinete pasó veloz, conducido por un joven con auriculares que cantaba a voces en inglés. Me aparté contrariada. Un sevillano de patillas y sahariana cruzó la mirada conmigo y rezongó:
-Anda que está sano.
¿Cómo se explica el significado de estas cuatro palabras en una clase de español para extranjeros impartida en la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla? Anda que está sano. Esta frase (que, para quien no haya logrado descifrarla, incide en la escasa cordura del conductor del patinete) no es la suma de sus palabras. La lengua no es matemáticas, no es la adición de vocabulario dentro una sintaxis reglada. Una frase sin contexto no es lengua; solo funciona como ejemplo de un libro de texto de gramática e incluso la frase que parece muerta en un manual escolar, leída en su contexto, nos cuenta cosas de un tiempo y de un lugar.
Hay algo que se estudia académicamente: cómo en los ejemplos de los diccionarios o en los enunciados de los ejercicios se filtra la realidad. Pongo una muestra. Muchos crecimos ejercitándonos en las matemáticas con unos cuadernillos con problemas donde salían personajes que compraban cosas en pesetas. Estas citas son reales:
Un joven adquiere un libro por 154 pesetas y una pluma por 327 pesetas. ¿Cuánto ha de pagar?
Una familia gasta al día un total de 645 pesetas. Si destina 472 pesetas para la manutención, ¿cuánto podrá gastar en lo demás?
Voy a plantearles ahora un enunciado de un problema de cálculo que yo he inventado: ¿cuánto tarda un Renault 8 en viajar de Barcelona a Sevilla? Este es el enunciado, pero está incompleto, faltan algunos datos si queremos resolver: no se avisa de los kilómetros por hora, nada se dice del estado de las carreteras y no se menciona ni la carga ni el número de personas en el vehículo. Les voy a aportar esos datos ausentes para que puedan calcular: este R8 blanco, que tiene matrícula de Barcelona, viajaba a unos 90 kilómetros por hora; estamos en 1977, el estado de las carreteras es mediocre, tanto peor cuanto más se aleja de Barcelona y se acerca a Andalucía; los que van en el vehículo son cuatro personas: un joven ingeniero al volante, y detrás, su mujer, que va con las dos hijas. La más chica tiene cinco meses. Y esa niña soy yo.
El R8 alcanza Sevilla al final de la jornada. Al llegar, mis padres se bajan del coche, están en terreno conocido: ambos son sevillanos, de El Porvenir él y del Aljarafe ella, y han traído a Sevilla a sus hijas para que se críen en esta ciudad. En el coche acarrean sus pertenencias de joven matrimonio de los 70: algún trasto, ropa, un cartel de Miguel Hernández que estuvo fijado en una pared de nuestro piso de Sevilla unos años y cajas de libros (literatura, sociedad y política en esos libritos de bolsillo, casi fascículos, de la serie «que sais-je?» de moda entonces). Yo salí del R8 en brazos. Y desde entonces, soy una sevillana, una sevillana hija de sevillanos que aprendió a andar, a leer y a escribir en Sevilla, una sevillana que nació en Barcelona, la ciudad que fue de mis padres más que mía: ellos vivieron allí 7 años, yo 21 semanas.
Barcelona quedó atrás y la Cataluña de entonces dejó en mi familia huellas materiales e inmateriales: una autoestima andaluza construida en los contornos de la palabra charnego, dos DNI caducados que aparecían a veces por algún cajón de la casa de mis padres con la dirección de su piso de recién casados cercano a la Sagrada Familia ('Calle Xifré') y un cierto cariño a Barcelona que me lleva a sentirla como ciudad casual y prestada, pero también mía: el lugar donde nací pero que no pisé hasta que de adulta la he visitado por turismo o trabajo.
Recuerdo el R8 porque fue nuestro coche unos años y en él íbamos los domingos al Parque de María Luisa a alimentar las palomas y a comernos unos barquillos rosas y azules sobre cuyos colorantes es mejor no pensar ahora. Pero no me acuerdo de nada de esos primeros años, claro. Los conozco por las palabras de mis padres. Fuimos a la manifestación del 4 de diciembre de 1977, y en 1979, un domingo por la mañana, acudimos a una presentación pública del himno de Andalucía; fue la primera vez que fui al Teatro Lope de Vega.
Escuché proclamas, escuché música. Eran los años de observar y oír, los años de aprender a hablar. Y las palabras iban circulando a mi alrededor, todas, las que se decían en casa (alcaucil, algofifa, zarcillos) y las que sonaban en la televisión (alcachofa, fregona, pendientes). También eran los años de aprender a leer; el suelo de linóleo de la difunta biblioteca de la calle Alfonso XII me parecía el paraíso, y de allí salía con los libros en préstamo de Barbapapá y Barbamamá que devoraba feliz, semana tras semana. Lo leía todo, lo escrito en papel y lo escrito en las paredes, pero en la calle no entendía casi nada: me recuerdo leyendo en voz alta y con esfuerzo las pintadas de los conflictos de entonces escritas en las paredes: co-mu-nis-mo, so-vié-ti-cos, O-TAN.
Leía todos los rótulos de los comercios. La mascota era el sombrero de los viejos que aún llevaban sombrero, como mi abuelo, y esas mascotas se compraban en la sombrerería Padilla Crespo, que tenía una placa que decía: «Producto español: jornal para los nuestros». Tardé años en entender qué significaba eso. Un comercio de la calle Baños que vendía mobiliario tenía en la puerta una mesita con el rótulo manuscrito: «Sírvase coger un impreso»; en Ciudad de México, en 2019, leí un anuncio que decía: «Sírvase pasar al interior», y me di cuenta de que la sociedad de mi crianza guardaba cortesías públicas que ya no existen en España. El buen gusto de unos libreros que había frente a mi colegio me hizo memorizar a base de verlo a diario un azulejo que tenía los versos de Ibn Ammar, visir de Sevilla: «Copero, sirve en rueda el vaso, que el céfiro ya se ha levantado y el lucero ha desviado las riendas del viaje nocturno». Era la librería Céfiro, hoy es un bazar chino. Poesía eran los versos andalusíes del siglo XI del rótulo librero y mera rima era la de los ripios publicitarios de los anuncios de la lejía Tres Sietes cantados por una folclórica en la televisión con mucha soltura.
Todo me lo guardaba, todo era educación lingüística, la lengua era amoldable como la tiza que usaban en la clase los profesores, en las aceras los niños y sobre la barra de los bares los camareros. Había una quincalla rotulada con ese nombre en la esquina de la calle Teodosio. «Los cielos que perdimos» escribió Joaquín Romero Murube, las palabras que perdimos nosotros, evoco yo ahora.
Estoy hablando con nostalgia y gratitud pero sin orgullo. Porque las palabras, el acento, la forma de expresarme... todo eso lo aprendí y lo disfruté sin esfuerzo. Yo soy sevillana y lo aprecio, pero lo soy por el curso de las cosas, de la familia, de la vida de los que me precedieron.
Las palabras cambiaban, Sevilla cambiaba. Y yo también lo hacía. Lo que se llama administrativamente Casco Antiguo y hoy se empieza a deshabitar ha sido siempre mi barrio, casas distintas pero siempre el mismo entorno, cada vez más cerca de San Lorenzo, como magnetizada por un imán que me atrajera hasta la torre y las campanas, y del que, ojalá, la ola turística actual no consiga echarme. De chica, mi mundo estaba limitado por la Puerta Real a un lado, el anhelo de tener cinco duros para ir a la fábrica de Helados Ballester en la calle Mendoza Ríos, la Plaza Nueva como nueva línea Maginot y cerrando el cuadrado, la frontera prohibida de la Alameda de Hércules, que no se pisaba salvo los domingos por la mañana para ir a comprar los tebeos de Copito. Porque yo fui una niña en la Sevilla de los 80, cuando muchos de los que eran jóvenes, mayores que yo, morían sin llegar a viejos.
Luego esas fronteras se ampliaron; yo crecía y la ciudad también. El muro de Torneo se derruyó. No me hizo falta ver arder naves más allá de Orión: en 1992 llegué sobresaltada a clase porque desde mi azotea se divisaba el humo del Pabellón de los Descubrimientos quemándose en esta misma Isla de la Cartuja en la que ahora estamos. Tuve quince años en la Expo, y creo que eso resume mi propio paso de la Sevilla de niña a la Sevilla adolescente. Una parte de mi primera sentimentalidad está en el Jardín Americano, en el cohete, en el puente azul que hay frente a la casa de ABC. Y como la propia isla de La Cartuja, es una sentimentalidad abandonada y reconstruida.
En 1994 entré con 17 años en la Universidad de Sevilla, mi casa más constante; llegaron más palabras, las de la carrera, las de mis profesores, luego las de la tesis, después las de mis clases y las de mis alumnos. Desde la Filología he llegado a la historia de la lengua y ahí empezó otra historia preciosa que siento que me ha traído hasta este premio. La Universidad me dio un sitio en el mundo y el premio de poder vivir de mi vocación estudiando y enseñando la historia de los textos antiguos, la historia de otras palabras, fundando mi propio proyecto de investigación, Historia15, cuyo nombre se inspiraba en los cuadernillos de Historia16 que había por casa. De los tebeos infantiles a los libros, mis lecturas tenían siempre el paisaje de fondo de la prensa en papel, los periódicos que entraban en casa y la alfabetización cotidiana e informal de leer sobre el pasado inmediato contado por el periodismo local.
Siempre estaba Sevilla. Fui profesora invitada en distintos sitios, aprendí nuevas palabras en otros idiomas, pero el eje estaba en Sevilla. En el estado de Baden-Wurtemberg, en Alemania, di clases en la Universidad de Tübingen entre 2005 y 2006 y para situarme en la ciudad observé que el punto de donde salía, por un lado, la avenida de la Universidad y, por otro, la calle hacia el río Neckar, guardaba un parecido razonable con el punto más céntrico de Sevilla, de hecho, tenía la misma hamburguesería, y lo llamé la Campana de Tübingen. Y así lo empezaron a llamar algunos de mis compañeros romanistas de allá.
Un par de años más tarde, pasé otro curso impartiendo clases en Oxford, pero Sevilla siempre era el lugar al que regresar, mi Ítaca particular. A mi vuelta, escribí sobre el paisaje lingüístico de Sevilla, me recorrí toda la ciudad haciendo fotos de rótulos y grafitis en lenguas distintas del español. Y vi lo que desde el centro no se ve, pero hay que verlo y que leerlo para entender bien el texto y el contexto de la ciudad: me encontré pupuserías latinas en El Cerezo, probé la aguapanela en los bares nostálgicos bolivianos, leí los carteles ingleses del culto evangélico senegalés en San Jerónimo..., descubrí otras palabras de otros mundos que también son sevillanos, las hice mías y se quedaron en mi recuerdo y mi investigación para siempre, porque recorrí ese paisaje embarazada de mi niño, que nació sevillano y también se ha criado entre palabras y música.
Cuento la crónica de mi familia y la mía propia, pero la cuento como la recuerdo: es una crónica lingüística porque yo memorizo las palabras, más que las caras y que los paisajes; olvido los rostros de mis alumnos pero no sus nombres ni sus dos apellidos. Aunque entrego puntualmente mis textos para la prensa, tardo mucho en escribirlos. Porque a mí no me visita la musa, no me inspira un genio romántico, yo escribo a pluma y pala. Hay artículos que tardan toda una vida en escribirse y siguen estando en redacción incluso cuando ya han sido publicados. El que hoy se premia es uno de ellos. Estoy muy agradecida al jurado que ha reconocido mi texto «Un café y unas palabras sevillanas» con el XXIV Premio Joaquín Romero Murube de artículos periodísticos y a ABC de Sevilla que con tanto mimo y trabajo lo convoca y organiza esta velada. Dedico este premio a los filólogos y a los periodistas que me rodean, a la tiza, a la radio, a la prensa, todos son compañeros de trabajo, algunos buenos amigos, de todos he aprendido muchísimo.
En esta noche me siento afortunada. Bendigo el momento en que el motor del R8 arrancó destino a Andalucía. Y, por cierto, resuelvo el problema: nuestro R8 tardó 15 horas en hacer el viaje de Barcelona a Sevilla, hicimos parada en Aranjuez. Y ustedes dirán: «Pero no naciste en Sevilla» y yo les puedo decir: «yo volví a Sevilla, sin haber estado», una frase ante la que con toda legitimidad alguien puede extrañarse, quizá sea contradictoria o semánticamente fallida, pero se entiende en su contexto. Porque una lengua no es la suma de sus palabras, igual que una identidad no es la suma de nacimiento y tradición. Mi identidad está en mi memoria y en mi contexto, y en él están mis palabras, aunque sean heredadas, aunque no sean solo mías.
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