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Paseo por Sevilla

Me fugo de las entrañas del Andévalo para romper el silencio y la soledad que me agobia. Vengo a «sevillanear», como dijera Federico García Sanchís, cuando inventó el verbo «españolear», es decir: a respirar su aire y recrearme en su cielo y en su Sol que da, ¡Alegría de vivir!. Porque sin Sevilla, España se quedaría triste, sin la gracia impronta, el buen decir y el mejor hacer.

Y desde que piso el suelo de Sevilla parece que me transmite una vitalidad exhuberante que me impulsa como ¡alas que lleva el viento! a penetrarme en sus calles cargadas de recuerdos de mi juventud, (superabundancia vital mal orientada), que hace que se nos escape la belleza y el espíritu que emana de cuanto nos rodea, sólo cuando se llega a la reflexión captamos el verdadero valor de nuestras vivencias.

Como bien dice don Joaquín Romero Murube en su obra «Sevilla en los labios», «Cada barrio luce una bandera de aires distintos». Y digo yo: que cada barrio influye de forma distinta en nuestra psiquis, con sus jardines de cambiantes matices entre esmeralda y un morado nazareno, con elegantes palmeras que desafiando la gravedad se alzan verticales hacia el cielo como queriendo acariciar con sus palmas el aura de Dios. Algún que otro crucero de forja artística sobre el albero pone un acento de religiosidad divisa de la entidad sevillana. Albero donde tanto corrí en mi infancia, sin destino alguno y aún cuando no sentía el peso de mi anatomía. Me adentro por calles estrechas que no sé a dónde me llevarán, es preceptivo pararse y levantar los ojos al cielo para contemplar esos aleros que parecen quererse besar por la angostez de la calle.

En la calle Aire, en un solar donde iban a construir, aparecieron tres columnas de valor arqueológico que esperan olvidadas su destino definitivo.

Entre casas solariegas de albo y ocre, descuella con señorío una esbelta espadaña huérfana de campanas que se enmarca sobre un cielo misterioso de esta arabesca ciudad. Sigo mi caminar por calles pétreas, sinuosas y desiguales, ora aquí, ora allá, se mezclan el barroco con el plateresco y el neoclásico que nos traslada al pasado. Paredes de piedras oscuras erosionadas por el paso del tiempo, cornisas que acogen con gracia a los nidos de las golondrinas viajeras que motean de blanco las tristes losas del pavimento con el superávit de su fisiología.

Y en el corazón mismo de Sevilla, a unos cincuenta metros de la Giralda y en medio del bullir de la nueva ciudad, que no quiso serlo, encuentro un remanso de paz para el alma, «Placita de Santa Marta», rodeada de blancas paredes, dos puertas y varias ventanas de forja artesanal, en su centro se alza un crucero de base escalonada que invita al peregrino de la ciudad a sentarse, una columna con capitel dórico carcomido y, al final, la Cruz, de un mármol rosáceo y pulimentado por la caricia del aire.

Y en este silencio extraño siento el fenómeno vital del cosmos que me invita a la oración, y aquí, en este recoleto templo natural sin cúpula y vacío de imágenes, y sentado bajo la Cruz, rezo el Santo Rosario a la Madre de Dios, bajo una advocación macarena, que siento pero que no puedo ver, y cuando salgo de este éxtasis, siento una nueva energía que me impulsa a seguir mi camino por calles emblemáticas cargadas de carisma de una Sevilla única.

Es un pecado estar en Sevilla y no recorrer la parte antigua, la toponimia de sus calles son una lección de historia constante para adquirir «Entidad Sevillana». Nombres como Rodrigo Caro, Velázquez, doña María Coronel, Arfe y tantas otras.

En una encuesta que hice para sondar la identidad sevillana, sólo el dos por ciento conocían a la familia Arfe, orfebres de Colonia, Alemania, que construyeron las custodias más célebres de España, y el último de esta dinastía, Juan de Arfe y Villafañe, realizó la Custodia de la Catedral Hispalense, fue llamado «el Cellini español».

Sevilla es Universal, pletórica de señorío y simpatía, divisa de un quehacer cotidiano al que esas mujeres bellas y clásicas a la vez, a imagen de Cherazada, con reminiscencia de un pasado árabe, ponen un acento de amor y ternura a su tierra.

A la mujer sevillana se la conoce desde lejos sólo por su forma de andar y saber estar, con un gracejo y cadencia entre la danza y lo musical.

Cuando oímos decir por esas tierras castellanas: «¡De Madrid al Cielo!», hay que puntualizar enseguida: «¡Sí, pero pasando por la Gloria que está en Sevilla!».

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