A su hora

El otro día me dijeron de una anciana que había muerto. Nacer, vivir y morir son episodios naturales que a nadie deben sorprender, entre otras cosas porque constituyen sucesos irremediables en la existencia humana. Pero las despedidas, por temporales que sean siempre duelen y por muy previstas que se encuentren aparecen como formas lacerantes.

Por similares y coetáneas que parezcan ninguna muerte es idéntica a otra como tampoco lo es el desarrollo de la vida. Cada persona es un mundo -personal e indivisible- y sus circunstancias son el marco que encuadra la obra. No es lo mismo ver la muerte de una persona anciana que de un joven, ni la desaparición serena por agotador pero plácido desgaste que aquella otra plagada de sedantes que luchan por combatir dolores insoportables.

El otro día me dijeron de una anciana que murió. No pensé en la falsa soledad de la que habla el poeta para los difuntos -soy creyente y me reconforta pensar en esa otra muchísimo mejor vida-, recordé las soledades que les espera a los vivos que la querían antes y la seguirán queriendo. Porque los muertos no añoran compañías, pero los vivos sí.

Hace 11 años murió mi madre. Días antes, cuando ingresó en la clínica de Madrid donde fue atendida y estando lúcida, a todo personal sanitario que se acercaba le decía señalándome que yo era su hijo, a modo de supuesto y maternal reclamo, garantía y enchufe. Poco después hubo que sedarla. Una mañana, muy temprano, volví a Sevilla para pasar consulta; ella estaba estabilizada en su situación y los profesionales tenemos que continuar nuestra tarea. Antes de que el AVE pasara por Córdoba me habían comunicado que había muerto. Su hijo, el médico de la casa, no la tuvo cogida de la mano. Es casi seguro que de haberlo podido hacer no se hubiese enterado, pero la pena de no haber estado junto a ella siempre me acompaña. Hoy tengo el consuelo de saber que murió a su hora, con la puntualidad exacta que Dios quiso, como todo el mundo.