Reloj de Arena
Antonio de la Torre: una fiesta con canapés, por favor
Llegó a Sevilla de la mano de Domi del Postigo, una especie de hermano mayor que le daba zascas cariñosos
José Sánchez Fernández: Un saxo de plata

Nos llegó de la mano de aquella generación X que Douglas Coupland nos presentó en su libro. Pero de cerca, en plano corto, Antoñito de la Torre se mostraba tan sorprendente como esas fotos de insectos realizadas con lentes de aumento, descubriéndonos parentescos ancestrales ... alienígenas. Antoñito le daba cien vueltas a la X de la generación aquella. Y dejaba claro que era un ser de otro planeta. De ese planeta que, en su infancia, tanto tuvo que ver con el barrio popular de la Ciudad Jardín malacitana, espacio periférico y alejado del centro, hasta el punto de que cuando cogía el autobús decía que iba para Málaga.
Le encantaba el fútbol, llegó a jugar en un equipo de juveniles, pero un día, en un ataque de entrenador, el suyo le dijo que no lo iba a ascender de categoría porque se debía a los estudios. Antonio le respondió que los llevaba divinamente. Y el entrenador se lo quitó de encima sin darle una oportunidad a la diplomacia: «Quita, quita, que nunca se sabe…». Y si algo sabía aquel chaval de ojos claros, mirada tierna, cuerpo rocoso y buscador de la vida que pretendía era que, para llegar donde ha llegado, se debía a sí mismo. Cosa nada fácil.
Porque en el macuto donde llevaba el capital inicial de la inversión en sí mismo olía a botines usados y camiseta playera roída por el tiempo. Nuestro hombre era confuso, difuso, profuso y genial. Truman Capote salió un día del armario positivando aspectos de su personalidad que rechinaban en el paraíso de la corrección política. Y proclamó: «Soy alcohólico, soy drogadicto, soy homosexual. Soy un genio». Antonio compartía con Capote el pase de pecho de la genialidad. A su forma. A su manera. Obedeciendo siempre una voz interior que sonaba en sus adentros repleto de energía, de ganas, de hambre por llegar al objetivo.
Y el objetivo no era otro que el ser actor. Llegó a Sevilla de la mano de Domi del Postigo, una especie de hermano mayor que le daba zascas cariñosos para intentar que aquel chico confuso, difuso, profuso y genial, fuera más racional que emocional. En verdad, Antoñito de la Torre era capaz de volver loco a Freud y cuerdo a Bob Marley. Y los regates que le negó aquel entrenador que lo despachó como si fuera un paquete, se los daba, con un rostro impenetrable, al primero que se le pusiera por delante. Pero inspiraba ternura, fraternidad, afecto, simpatía.
Como al hermano pequeño, se le permitía todo: desde que te desvalijara el frigorífico hasta que hiciera aguas menores en el jardín del chalé del Aljarafe. Eran las cosas de Antoñito, aquel chico que se hizo guiri en Canal Sur, vistiendo como un inglés en vacaciones, hablando como un mormón con un candado en la boca y provocando en la Feria de Sevilla situaciones tan cómicas que hacían reír a la cámara. Tan sobrado estaba de osadía que, interpretando el papel de guiri, se fue hasta el coche de caballos con el que Luis Cuervas, por entonces presidente del Sevilla, paseaba por la Feria. Y le dijo que lo dejara sentarse. Cuervas perdió el compás y le dijo que en absoluto, que si quería pasearse en coche de caballos por la Feria que se comprara uno. Y ahí el guiri se lo comió. Lo enredó diciéndole que él no podía comprarse un coche de caballos, que no entraba en sus posibilidades, que por favor lo dejara…
En aquellas interpretaciones a mitad de camino entre la provocación venial y la picardía de un personaje de una novela picaresca, Antonio de la Torre, que estudiaba Periodismo, descubrió que esa voz que le hablaba desde dentro y lo animaba a derrochar la energía que era capaz de generar, le indicaba el camino de su verdadera vocación. La de actor. Sabía que la fama cuesta, el éxito hay que hacérselo perdonar y que necesitaba llenar de gasolina el depósito de su sueño porque el camino era largo. Alguien que le escribía situaciones en el programa donde aparecía el guri le dijo una vez: «Tú serás el Alfredo Landa del 2000, el Alfredo Landa del Crac». Y, años más tarde el director Daniel Sánchez Arévalo, que lo dirigió en Profilaxis, le reveló: «Nadie te ha escrito aún un guion a la altura de tu talento». Y ese día, imagino, Antonio se infló como un pez globo y cogió tanto aire que, en 2005, le llegaron los colores perfectos para dibujar su irrupción cinematográfica, el aquí estoy yo con una película titulada 'Azul oscuro casi negro'. Fue la presentación de credenciales. El pasaporte para visitar las regiones más desconocidas de su profesión.
En algún lugar de su casa tiene dos cabezones y sus pies han pisado la mullida alfombra roja de los Goyas, que viene a ser como sentir el nirvana que los poderosos perciben cuando pasean por la alfombra esponjosa del Ritz-Carlton cercano al Central Park. Cuando le recuerdo la pandilla de 'Como en Casa', con Domi, Pepe Arenzana, él y este que está al aparato, se parte de risa y recuerda que lo que más le gustaba de aquel tiempo, con tanto por estrenar, era su petición que se hizo viral en el equipo: «Una fiesta con canapés, por favor».
Le encantaba entrar en las bandejas como Alarico en Roma. Y se ganó a pulso el alias de Zampi, por lo de zampar que el mundo se va a acabar. Bandejas, faldas y esa energía inagotable que llenaron una juventud cada vez más lejana y que él mismo bautizó como 'mojones.com'. Es genial y se hizo distinto sin necesidad de maquillajes ni afeites. Era de otro planeta. Ni generación X ni leches. Era Antonio de la Torre Martín, un admirador de Bardem, de Olivier Gourmet, Alfredo Landa, Al Pacino, Robert de Niro y Dustin Hoffman. Un admirador de la naturalidad, de esa forma de interpretar que parece no estar interpretando, de no ser actor sino de un tipo al que sorprendió la cámara cuando pasaba por allí. Confuso, profuso, difuso y genial. Un tipo de premio…
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