Reloj de Arena
Antonio Corbacho: elogio de la locura
Fue un gran creador de toreros, mejor que apoderado. Y estuvo a tres minutos de apoderar al Juli. Su gran obra fue José Tomás, el dios de piedra
Eduardo Rebollar Peinado: Amigo personal del ángel
![La imagen recoge la última vez que Antonio Corbacho se puso delante de un toro](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/sevilla/2022/09/09/Imagen-antonio-corbacho-Rp408Pa7MJFxoMIxjoaC0EM-1240x768@abc.jpg)
Descubrió a José Tomás y lo hizo torero moldeándolo en la regla del Bushido. A Talavante lo puso a hacer yoga bajo una encina de la Alcornocosa, su finca en El Castillo de las Guardas. A Atsuhiro Shimoyama, el Niño del Sol Naciente, ... lo abdujo de tal forma que, al pedirle algunas notas para darle minutos de veracidad a este Reloj, me ha respondido por Messenger que «a José Tomas y a Corbacho le gustan el secretismo y el misterio y que Antonio me pidió, antes de morir, que no le contara a nadie nada de su vida».
Antonio Manuel, el enano que menudeaba por la finca, lo acogió para hacer de él uno más de la familia, construyéndole una casa y encargándole labores de albañilería. Andrés Calamaro lo adoraba y le compuso un poemario a la altura de su devoción. El ganadero Gerardo Ortega, que tiene colgada en las paredes de su cortijo tantas cabezas de toros como guitarras eléctricas, amigo íntimo de Corbacho, soportó entre la guasa y el estoicismo, una embestida del enano que, inesperadamente, le preguntó: «Si tú tuvieras un hijo como yo ¿qué harías?» A lo que Ortega le respondió: «Ponerle un circo y que lo gestionara». El enano lo llamó hijo de tal…
En La Alcornocosa no había toros. Pero sí una especie de zoo loco con animales dignos del arca de Noé: erizos, tortugas, gallinas, perros y borricos. En los plenilunios alguna vez se dejó ver la sombra de Valle Inclán…
Antonio Corbacho quiso ser torero. Pero no tuvo, según propias palabras, los huevos que sí tuvo su pupilo José Tomas. Definir la personalidad de un tipo tan complejo, tan singular, tan cubista y a la vez, tan honesto y decoroso, no es fácil. Hay fotos suyas donde lo que brilla es la dureza de un rostro íbero y el siroco endiablado de la mirada de unos ojos que rebosan tizne.
Era filósofo, bohemio, solitario y el hombre más indicado para hacer de la locura un brillante elogio. Le gustaban los kimonos, las catanas y la regla de los samuráis. Que formó parte de la carga espiritual con la que talló la personalidad de sus pupilos. Sostenía que el toreo tenía mucho paralelismo con el mundo de honor de los samuráis, del compromiso vital, de la aceptación de la propia muerte.
En las largas noches de invierno, delante de la chimenea, en la finca de Gerardo Ortega, Corbacho se anchaba como los ríos amazónicos para llenar el tiempo sin prisas de su hermenéutica. Y explicaba, por ejemplo, que en el fútbol la mentira es un arte, un comodín más del juego, para engañar al árbitro y ganar ventaja. Algo que, en el toreo puro, en el toreo que él predicaba, era una herejía. El toreo o era verdad o era otra cosa. Quizás por eso era tan destructivo en los tentaderos, donde se convertía en mosca cojonera del que tentaba a la vaquilla y no lo hacía según los cánones.
Eso le pasó en un tentadero en casa de Gerardo Ortega, con el fotógrafo Agustín Arjona. Mientras el fotógrafo intentaba arrancarle un pase a la vaca, Corbacho no paraba de largar por la boquita lo malamente que lo estaba haciendo. Arjona se hartó. Y le dijo que si tenía cojones que bajara y toreara él. Corbacho aceptó el reto. Y la vaquilla le dio una paliza inolvidable. Fue un gran creador de toreros, mejor que apoderado. Y estuvo a tres minutos de apoderar al Juli.
Su gran obra fue José Tomás, el dios de piedra, el hombre que nunca dio un paso atrás. Acabaron como suelen acabar los temperamentos indomables. Aunque Corbacho jamás tuvo una palabra venenosa contra su obra maestra. José Luis el del Serranito, muy amigo suyo, sostiene que no era el Pipo, pero que tenía cosas de apoderado antiguo. Siempre defendía al torero. Y saca a relucir la cita en la venta El Alto con González de Caldas para que Talavante toreara en una feria andaluza. Le pidió veinte kilos por tarde. Desconozco si González de Caldas lo firmó u ordenó que le dieran un aviso…
El aviso se lo dieron a Corbacho un par de cogidas que sufrió durante la etapa en la que soñó con ser torero. Llegó a torear con picadores. Y en Sevilla registró una de aquellas cornadas que lo hicieron recular para ver el mundo desde la barrera. Tenía un temperamento de padre y señor mío. En cierta ocasión, un joven del mundillo, José María Barrero, por mediación del Serranito, lo colocaron de chofer de Corbacho. José María era un chaval con el carné de conducir recién estrenado. Iba pletórico conduciendo el coche del padre para llevar al novillero hasta el hotel para vestirse. Una vez en el hotel, Corbacho lo miró a la cara y le dijo que se fuera de la habitación, que veía el miedo en sus ojos.
José María, años después de aquella situación, corrobora lo dicho más arriba: que a aquel hombre se le adoraba o se le odiaba. Antes de tener su finca en El Castillo de las Guardas, hoy propiedad de Sergio Ramos, Antonio Corbacho vivió en Sevilla, en la plaza de Doña Elvira, donde hizo migas con un guaperas alemán de los que arrastran manifestaciones de chicas reivindicando su patriarcado, que quería ser torero. El alemán se llamaba o decía que se llamaba Miguel, era barón además de varón y, un buen día desapareció. Compartió con Corbacho muchas noches de alivio y tentaderos… Al cabo del tiempo apareció muerto en Italia. Se dijo de él que era espía.
Todo lo que rodeó la vida de Corbacho, y Corbacho mismo, está alimentado por la excentricidad, la magia y el exceso. Fue tal y como alguien lo definió, un Rasputín de ojos negros y el siroco en su mirar, el elogio de la locura de los hombres a los que se le rompe el molde al nacer.
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