Crítica de 'El Conde' (**): Ortodoncia bufa a los colmillos de Pinochet
El interés de Larraín por revestir a algunos personajes históricos lo lleva ahora hasta Augusto Pinochet y tiene con su figura el hallazgo
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Tras su celebrado paso por el Festival de Venecia, la película del chileno Pablo Larraín entra en combustión con el público, el de pantalla grande y ya, rápidamente, el de pantalla Netflix. Aunque ya lo han hecho, no conviene calificarla de comedia y ... crear alguna expectativa en ese sentido, puesto que no le resultará fácil a nadie esbozar otra cosa que una leve sonrisilla cómplice ante cierta frase, ligera idea o gruesa situación. El interés de Larraín por revestir a algunos personajes históricos, Diana Spencer, Jackie Kennedy, Pablo Neruda, lo lleva ahora hasta Augusto Pinochet y tiene con su figura el hallazgo, la agudeza, de convertirlo en vampiro y ofrecer con su historia un excesivo tono de farsa con el que, si no adecúas tus pies al pedaleo, irás con las piernas en volandas todo el trayecto.
El guion, escrito por él junto a Guillermo Calderón (como 'El Club' o 'Neruda'), no ofrece apenas síntomas de estructura o rigor narrativo, sino que está completamente volcado al fraseo, la sugerencia histórica y el ingenio verbal, con varios narradores y uno de ellos (¡sorpresa!) con una precisa retórica y voz en off en inglés. La puesta en escena podría considerarse elegante, en un blanco y negro con aroma expresionista y unas ambientaciones sencillas pero sorprendentes. Ese exceso de farsa, esa ambición de metáfora y el exceso, también, de momentos de violento impacto visual, corazones sangrantes, cabezas cortadas, sangre y vísceras que chorrean, provocan en la película, tan lírica, tan extrema, una rara sensación de desequilibrio.
Como es natural, nadie espera que el protagonista, el Conde, Pinochet, se haga entender salvo en línea gruesa, un tipo al que le molesta que lo consideren ladrón pero está orgulloso de su carácter asesino; es inmortal, pero quiere morir, y está rodeado de personajes igualmente ininteligibles, la familia, el mayordomo ruso, la monja que tiene que sacarle al demonio de su interior… Tiene el pulso Larraín para construir el disparate y que te quedes embobado en él, y te procura, ya que no gracia (reírse en 'El Conde' no está en el programa), sí ese regalo de la mencionada sonrisilla cómplice con sus diversas alusiones políticas, desde Margaret Thatcher al juez Garzón.
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Por encima de la farsa, del hallazgo vampírico o de la simple agudeza, puede quedar la impresión de tristeza en esos perfiles de otoño de patriarca, de trágica avidez de tiempo y bienes, del eterno 'ritornello' del monstruo, pero todo ello bailoteando en un guion que se preocupa por parecer grave, sarcástico, importante, y se despreocupa de ser gracioso.
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