Crítica de «La trinchera infinita»: Escabullirse de la muerte, y de la vida
Una historia que trata en su tuétano del miedo, la angustia, la persecución, la revancha, la supervivencia y el tiempo muerto
![Antonio de la Torre en «La trinchera infinita»](https://s2.abcstatics.com/media/play/2019/11/01/1419895295-k9IC--1248x698@abc.jpg)
Fue una de las películas triunfadoras en el pasado Festival de San Sebastián y su trío de directores-autores, Jon Garaño, Aitor Arregi y José María Goenaga, amplían con ella su tripersonal filmografía introduciendo un par de ingredientes que son nuevos en ella: el uso del español en vez del euskera (como en las anteriores «Loreak» y «Handia», y aunque aquí sea un español con fuerte y casi incomprensible acento andaluz) y el contexto de la Guerra Civil y la posguerra para situar su historia, que trata en su tuétano del miedo, la angustia, la persecución, la revancha, la supervivencia y el tiempo muerto. El personaje central es un «topo», alguien escondido en un agujero doméstico para evitar una muerte segura como activo «republicano» en un pueblo malagueño «liberado» por las tropas nacionales.
«La trinchera infinita» es larga , inacabable, en sus dos tiempos, el cinematográfico y el «real», y no se limita a contar una intriga precisa de un episodio bélico, sino que dilata en esos dos tiempos el episodio para que expriman un relato mucho más complejo en el que quepan, además de lo bélico, lo cruel y lo represivo , otros conceptos que sutilmente lo enriquezcan, como el odio solidificado, la reconciliación, las nuevas generaciones y la vida sigue. Por eso resulta difícil ver «el elefante» y fácil quedarse en el tacto o sobeteo de solo una de sus partes.
La pareja de recién casados y atrapados en el lugar erróneo al estallido de la guerra, y la denuncia, persecución y escaqueo de un inminente «paseo» son el prólogo lleno de velocidad, tensión y metralla del relato, que se hundirá a continuación en la claustrofobia de una existencia a dos velocidades: la íntima y encerrada de Antonio de la Torre, el hombre buscado, y la exterior, fingida y encubridora de su esposa, Belén Cuesta. Dos interpretaciones magníficas, matizadas cada una de ellas para ofrecer su visión de los acontecimientos, del paso del tiempo, de la gestión del miedo, de las obsesiones y de las aprensiones…
La cámara de Javier Aguirre Erauso está muy atenta para ofrecer los dos puntos de vista y la paulatina transformación de esas miradas, y también para captar los diferentes momentos y pesos para que lo inmóvil, lo aletargado y petrificado del núcleo de la historia se vea removido por sentimientos y trances (familiares, vecinales) que no paran de cambiar, incluso por algún episodio estrambótico para espolear una cabalgadura narrativa que, a falta de espacio, busca extensión en el tiempo, y que en ese discurrir lleno de cambios personales y sociales pueda dar la impresión (visual y sentimental) de que se acabará tropezando con un episodio de «Cuéntame».
Hay mucho material reflexivo en «La trinchera infinita» , incluso material útil y juicioso para la insensatez actual, y tanto destripa los odios obstinados, como la humillación, indignidad y psicosis del vencido, como los apósitos y vendas que proporciona el tiempo y sus componendas.
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