Crítica de 'Pequeño país': Entre el juego y el fuego
«La película es luminosa y describe, con destellos de memoria, una infancia feliz, divertida y ajena al contexto que germinaba en su ciudad: el genocidio de los tutsis»

La mirada infantil es una de las preferidas por el cine para, desde ella, observar la guerra, tal vez porque le proporciona una luz especial a lo peor y a ‘lo mejor’ de lo que trae y de lo que se lleva, incluso en el caso de ser una guerra tan bárbara y sanguinaria como la que enfrentó a hutus y tutsis en Burundi a finales del siglo pasado. El director, Eric Barbier, toma como pista de aterrizaje en ella la novela autobiográfica de Gaël Faye , rapero francés nacido en Burundi, de donde emigró a los trece años y a escape de aquella violenta sangría.
‘Pequeño país’ es luminosa y describe, con destellos de memoria, una infancia feliz, divertida y ajena al contexto que germinaba en su ciudad, Bujumbura, y en su familia, su pequeña hermana, su padre francés y su madre de linaje tutsi; y es virtud de la cámara de Barbier que su película contenga ese encanto de la aventura de la infancia y, bien y sutilmente hilvanado a ella, el desencanto por el mundo que se desmorona, la progresiva transformación del juego en ponzoña; y también es virtud de la cámara atrapar la metamorfosis en los ojos y la interpretación del joven actor Djibril Vancoppenolle, termómetro y linterna de la narración.
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