Crítica de «Una gran mujer»: Leningrado, año cero
Una película singularísima, especial y especiada que altera las relaciones habituales del espectador con la pantalla que la envuelve

Una película singularísima, especial y especiada que altera las relaciones habituales del espectador con la pantalla que la envuelve. Una película en la que la Geografía explica la Historia, y la Historia explica a sus personajes .
Ocurre en Leningrado, justo después del asedio que durante casi tres años infernales y crueles sometió el ejército nazi a su población. Unos exteriores desolados y unos interiores vacíos: los personajes son gente desposeída de todo, incluso del trauma que los convierte en puro efecto de una causa anestesiada.
La prodigiosa cámara de Kantemir Balagov absorbe los ambientes y se centra en dos personajes femeninos, dos mujeres que sobreviven en el hueco de sus propias vidas, con secuelas abrumadoras pero que ni siquiera la película se detiene a señalar y describir, son como tablas a la deriva tras un horrible naufragio. Como tampoco detalla ni explica la muerte del hijo de una de ellas: hay que extraerlo como una muela podrida de la geografía y la historia que la envuelve, y sirve acaso como propuesta de una leve necesidad de futuro con el deseo de nueva maternidad.
Cada plano, cada secuencia, cada momento, son un prodigio de luz, color y temperatura, gélida pero con friegas de calidez, y las dos actrices, Viktoria Miroshnichenko y Vasilisa Perelygina, construyen unos personajes sin apenas texto ni gesto y a los que se comprende sin entender apenas nada. Allí a lo lejos se ve «La guerra no tiene rostro de mujer», de Svetlana Aexiévich.
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