Crítica de «En busca de Summerland»: Artículos de fe
La historia que cuenta esta película parece salida de una boutique de guión menos preocupada por el realismo que por atender a cuestiones en boga
La historia que cuenta esta película parece salida de una boutique de guión menos preocupada por el realismo que por atender a cuestiones en boga: una historia de mujeres, más aún, de amor entre mujeres, siempre bajo la espada de Damocles de la reprobación social. Estamos en un bello pueblo costero de Kent en plena guerra mundial, pero eso importa menos que los fantasmas personales (nada que adivinar: los vemos en docenas de flashbacks tan fugaces como fastidiosamente repetidos) que atormentan a la protagonista, empeñada en sus escritos académicos para mejor aislarse de la comunidad.
Este esquema de renacimiento de un personaje que escogió vivir lejos del mundanal ruido se redime del tópico gracias al trabajo de los actores, en primer lugar de Gemma Arterton: parece mentira que empezara haciendo de Strawberry Fields (¡!) en una de Bond; y luego de Lucas Bond (sin relación), que también insufla vida al personaje del «huérfano» de guerra del que la eremita protagonista debe ocuparse. Si la película narra una historia de amor, no es con esa amante que solo asoma en modo retro sino con el chaval que aparece de pronto en su retiro. Y luego, si se molestan en ir a verla, recibirán uno de esos golpes que superan lo de truco de guión para ganarse casi un aplauso –o abucheo- de pura incredulidad. Un toque de locura –o de falta de respeto al espectador- que desentona en una película hasta ese momento tan correctita.
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