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Muere a los 95 años Billy Wilder, el último representante de la edad de oro de Hollywood

Billy Wilder, último representante de la edad de oro de Hollywood, ha muerto a los 95 años en Beverly Hills. La causa, neumonía. Guionista de excepción y director genial, Wilder deja obras imperecederas como «El apartamento», «Con faldas y a lo loco», «Primera plana», «Perdición», «El crepúculo de los dioses», «Un, dos, tres», «En bandeja de plata» o «La tentación vive arriba».

El director y guionista Billy Wylder, fotografiado en 1979. Ap

NUEVA YORK. Apenas dispersadas las cenizas de una nueva edición de los Oscar que confirmó la devaluación del séptimo arte a manos de un forajido llamado comercio, uno de los directores que mejor demostró hasta qué punto el cine puede ser un destilado de afilada inteligencia, devastador humor, radiografía de la condición humana y quintaesencia de la diversión hizo elegante mutis por el foro.

El austriaco Billy Wilder encontraría en Hollywood, como otros exiliados del nazismo, un extraordinario campo de maniobras para los talentos que como guionista había desarrollado en Berlín, aunque sería en su doble faceta de escritor y director en los que entre 1940 y 1970 elevaría al cine a sus más deslumbrantes cotas, con un cinismo implacable y una capacidad para obtener lo mejor de una pléya de actores, como Marilyn Monroe, Audrey Hepburn, William Holden, Gloria Swanson, Humphrey Bogart, Jack Lemmon o Walter Mattahu o Ray Milland, que rara vez rayaron más alto que en manos de Wilder. Un cineasta que supo sacarle el mejor rendimiento a sus años de joven periodista mientras Hitler empezaba a fraguar un imperio de terror que llevaría a seis seis millones de judíos a los campos de exterminio, como su madre, un horror que atravesaría como una sombría corriente subterránea buena parte de su cine. Un cineasta que tuvo en Ernst Lubitsch a su gran maestro del humor y la dirección de actores («Cómo lo resolvería Lubitsch?» era su jaculatoria permanente) y para quien escribiría junto a Charles Brackett dos guiones formidables: «La octava mujer de Barbazul» y la feroz sátira anticomunista «Ninotchka», promocionada con la frase «La Garbo se ríe».

Seis Oscar

Ganador de seis Oscar de la Academia, «El apartamento» le proporcionó tres Oscar de una tacada. Cuando Fernando Trueba se hizo con el suyo a cuenta de «Belle epoque» se lo dedicó a un maestro que desde 1981 no dirigía con palabras que hicieron fortuna: «No creo en Dios, sólo creo en Billy Wilder». Como todo buen Dios, un viejo sabio y gruñón, cínico porque sabe que la condición humana no tiene remedio.

Nacido el 22 de junio de 1906 en un remoto lugar de una remota provincia del imperio Austro-húngaro llamado Sucha (hoy parte de Polonia, entonces Austria), en el seno de una familia judía, fue bautizado como Samuel Wilder, aunque su madre le llamó Billie casi desde el principio en homenaje a Buffalo Bill, a quien había fascinado el espectáculo circense del hábil cazador de búfalos durante un viaje que había hecho a Estados Unidos como adolescencia. Sin duda, una premonición que se convertiría en Billy en cuanto el Wilder superviviente y el que grabó su apellido en la historia del cine sentó sus reales en Hollywood. Ya de niño y mientras residió en Viena dedicó muchas tardes a empaparse del cine de Hollywood, desde «western» a comedias y cine de aventuras, aunque sin dejar de experimentar en carne propia lo que era ser un niño y un adolescente judío en la capital austriaca donde el antisemitismo echaba raíces. Primero en Viena y desde 1927, con 21 años, en el salvaje y excitante Berlín de aquella época, el joven Wilder templó su oído y su pluma en el periodismo tras abandonar los estudios de derecho, y empezó a cortejar a quien se convertiría en el amor de su vida: el cine.

Su marcha de Europa

Como guionista, contribuyó a escribir obras tempranas del director Robert Siodmak, o «Gente de domingo», en la que coincidió con figuras que con el tiempo se harían legendarias en Estados Unidos, como el propio Siodmak, Fred Zinneman, Edgar W. Ulmer y el operador Eugen Schufftan. Pero Wilder captó pronto el pestífero odor de las hordas hitlerianas y, gracias a su pasaporte austriaco, pudo cruzar sin dificultad a Francia. Fue una breve parada que aprovechó, gracias a su conocimiento del idioma para escribir guiones y hasta ayudar a dirigir «Malas semillas», donde evidenció dos de sus fascinaciones: las mujeres despiertas y los automóviles veloces.

Pero su meta no era París. Se embaró para Nueva York, donde vivía su hermano Willie, en enero de 1994. Tras cruzar el continente en tren, desembarcó en Hollywood, donde un amigo austriaco, Joe May, le había ofrecido recado de escribir en la Columbia. Llegó con un puñado de dólares en el bolsillo, pasó su «epoca baja en calorías», compartió habitación con otro exiliado austriaco, Peter Lorre, tuvo que re-exiliarse a Mexicali, al otro lado de la frontera, para solicitar un visado permanente. Su suerte empezaría a cambiar cuando a su regreso, y al calor de la Paramount, donde se quedaría 18 productivos años, formó equipo con un guionista reconocido: Charles Brackett. El trabajo en colaboración, imprescincible y delicado en un arte tan industrializado como el cine, fue no sólo necesario para Wilder, sino su forma de sumar talentos y fabricar las mejores réplicas y situaciones. Hasta el año 1952, con «Stalag 17» («Infierno»), y salvó la notable excepción de «Double indemnity» («Perdición»), que escribiría con el novelista Raymond Chandler a partir de una obra de James M. Cain, Wilder y Brackett formaron un duo imbatible del que saldrían frutos como «Ninotchka», «Días sin huella», o «El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard)».

Brillantes diálogos

Cansado de la ineptitud de directores que echaban a perder sus textos («No es importante que sepan escribir, pero ayuda que sepan leer», sentenció con su proverbial sarcasmo en una ocasión), Wilder se estrenó como director en 1942 con «El mayor y la menor», con Ginger Rogers y Ray Milland al frente del reparto, y que sirvió para demostrar que el guionista que había aprovechado la travesía del Atlántico para tratar de familiarizarse con una lengua que no hablaba tenía talento no sólo para las frases sino para hacer que una comedia funcionara. Pero su genio quedó fuera de toda duda con la que se ha convertido en uno de los grandes clásicos del cine negro, «Perdición, con unos Fred MacMurray, Barbara Stanwyck y Edward G. Robinson en estado de gracia y unos diálogos tan brillantes como tórridos. Aunque el filme suscitó siete candidaturas a los Oscar, se fue de balde y no tuvo éxito en las taquillas.

Todo lo contrario de la siguiente, «Días sin huella», la historia de un escritor alchólico encarnada por Ray Milland. El filme se hizo con cinco Oscar de la Academia y fue un taquillazo. Tras un doloroso retorno a Alemania en 1945 para participar, con el grado de coronel, en las tareas de desnazificación: no sólo no encontró rastros de la tumba de su padre en el destrozado cementerio judío de Berlín, sino que supo que su madre, su padrastro y su abuela habían sido asesinados en Auschwitz. Huellas de esa experiencia se rastrean en «A foreign affair» («Un asunto internacional»), con Marlene Dietrich, Jean Arthur y John Lund en un Berlín devastado, y la brutal sátira del comunismo germano-soviético de «Un, dos, tres», rodada años después con el famoso Muro como eje de equívos y demoledoras cargas de profundidad.

Humor y amargor

Tras el tercer Oscar que le proporcionó en 1950 «Sunset Boulevard», con una turbadora Gloria Swanson y un Eric von Stroheim en la plenitud de su arte para la decadencia, acabó encontrando un nuevo compañero de hallazgos, sutilezas y sarcasmos en Ernest Lehman, con quien escribiría «Sabrina», para mayor gloria de Audrey Hepburn y Humphrey Bogart, aunque al parecer el tipo duro de la gabardina y el cigarro y el fumador empedernido que también fue Wilder durante buena parte de su vida nunca se entendieron.

Fue el fin de fiesta con la Paramount. el cineasta encontró un aliado de lujo en I.A.L. Diamond, con el que daría vida a una serie de películas que son el mejor exponente de la lucidez, el talento y el genio de Wilder, que con el tiempo mejoran, que cada vez que se ven reavivan precisamente ese misterioso don del cine, que no se puede contar porque, como el malvado cineasta que encontró en

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