En la muerte de Tony Leblanc: Una obra de arte

El actor, lo sabe todo el mundo, nació en el museo del Prado

julio bravo

Tony Leblanc, lo sabe todo el mundo, nació en el museo del Prado. Hasta en eso supo sobresalir este actor que lo ha sido todo en el cine español. Y no podía ser de otro modo; era el lugar más adecuado para una obra de arte, que no otra cosa fue su carrera. En privado « era el Ignacio, hijo del Bigotes, que era de Cuenca, y de María, la pequeña bordadora de Córdoba». En público era… el mismo. En sus decenas de papeles en el cine, el teatro y la televisión nunca dejó de asomarse el hombre sencillo, el madrileño «astuto y chispero», como él mismo se definía, y con una filosofía «de hojalata»; y ese era su secreto, una naturalidad que hacía que cada papel fuera en su cuerpo un traje perfectamente ajustado. «No hay que meterse en el personaje –dijo en una ocasión-, sino meterse al personaje dentro. Y es lo que siempre he hecho. Los he estudiado, me los he comido, los he digerido, pero no los he expulsado. Han quedado siempre dentro de mí. Les he prestado la voz, las manos, mi forma de mirar y de escuchar».

Sentarse a conversar con él era como escuchar una novela de aventuras. Se veía en él al Felipe de «La Revoltosa», que sufría achares por la mujer de su vida; a Cristobalito Gazmoño , aquel niño travieso que cantaba: «Mi padre tiene un barco, mecachis en la mar»; a aquel Rinconete del siglo XX que era su Virgilio en «Los tramposos»; al ye-yé de «Historias de la televisión»; a aquel cómico que era capaz de mantener la atención de miles de espectadores mientras se comía una manzana… Fue boxeador, campeón de España de claqué, boy con Celia Gámez , escritor… Y, sobre todo, buena persona. Toda una obra de arte.

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