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ABC Cultural

«La Guerra de los Mundos», o la contraportada de «E.T.»

Steven Spielberg ha vuelto a unirse a Tom Cruise para su nueva película, «La guerra de los mundos», uno de los estrenos más esperados de la temporada

Ahora tenemos la certeza de que no hay vida inteligente ni en Marte ni en ciertos puntos muy concretos de la Tierra; por lo tanto, el botepronto de un ataque marciano sería tomado por el terrícola bien (y puntualmente) informado como una manipulación política y probablemente promovida por José María Aznar. A finales del siglo XIX, en cambio, no se tenían certezas y H. G. Wells pudo imaginar nuestro mundo como si fuera una gota de agua vista al microscopio por esas fuerzas alienígenas, y nosotros viviéramos vigilados y ajenos a ello igual que los microbios que habitan en la gota... Tampoco sobraban las certezas cuando en 1938 Orson Welles perpetró aquel programa radiofónico que entonces paró el corazón del mundo y que hoy sería uno más, y blandito.

Bien, este extraño e incorrecto preámbulo tiene la misión de advertir que para poner hoy «La Guerra de los Mundos» a la altura de nuestros niveles de tolerancia (lo hemos visto todo: holocaustos, guerras, diversos y fatídicos días 11, escrúpulos a la altura de la planta del pie y desvergüenzas que dan ganas de vomitar, hemos visto incluso los telediarios de la Primera), no sirve cualquier cosa: unos cuantos marcianos que sobrevuelan Washington no provocaría más que risa o un largo bostezo.

Steven Spielberg no es, desde luego, cualquier cosa, y si alguien podía poner en hora «La Guerra de los Mundos» sin duda era él. Al menos la mitad de la película que nos ofrece Spielberg es asombrosa, desde el mismo espectacular arranque de la historia con esas impresionantes escenas de destrucción, con calles que se levantan enteras sin necesidad de operarios del ayuntamiento y de edificios que se derrumban sobre cientos de ciudadanos horrorizados. Luego, cuando a la película le tocaba crecer ya en el único sentido posible (hacia adentro), la mano de Spielberg ya no resulta tan efectiva...

El modo que eligen Spielberg y sus guionistas (Josh Friedman y David Koepp) de contar esta historia se atiene a la lógica narrativa más al uso y más funcional y supuestamente hábil e inteligente: de lo general (el mundo entero está en peligro) a lo personal (se concentra todo el miedo y el peligro en unas cuantas personas, y en especial una familia, la que componen Tom Cruise y sus dos hijos, un adolescente y una niña). La estructura tal vez sea la adecuada, pero, en lo menudo, en los detalles, en los diálogos y en la resolución de «los momentos», uno puede estar mirando aquello con el mismo apasionamiento que a dos chinos jugando al majong.

Se supone que uno ha de sentir toda la intensidad del desastre a través de esos personajes, y ahí, afortunadamente para el desarrollo y el equilibrio de la intriga, está la jovencísima y peligrosísima actriz Dakota Fanning, que se apropia de las escenas con ese divino egoísmo que tienen los niños. Ella y el joven Justin Chatwin, que interpreta a su hermano -y ambos a los hijos de Tom Cruise-, consiguen darle un mínimo de profundidad al drama familiar en el medio de ese gran atestado que es el mundo: hijos de un matrimonio roto, el padre es un desastre y ellos dan bandazos entre uno y otra...

Mientras tanto, la gran estrella, el gran protagonista, Tom Cruise, ha de conformarse con hacer un papel aseado y sin tener nunca la sartén por el mango. Compone su personaje (un personaje sin interés, dicho sea de paso, un tipo gris, con una vida gris y con unas reacciones grises) frente a sus dos hijos, que son quienes lo mueven desde el fango hasta la gloria: el espectador ve la miseria y la grandeza del personaje de Cruise a través de los ojos de sus hijos, y en especial los de la niña Dakota Fanning. Y las mejores escenas de calado dramático son entre ellos, entre reproches o entre sacrificios.

El mundo está en peligro, nuestra especie está siendo exterminada por unos monstrusos alienígenas que estaban agazapados desde hace siglos a la espera de destruirnos, las ciudades caen como fichas de dominó, el caos, la desolación y el paisaje de después de la gran batalla..., y entre tanto, nuestros personajes consiguen ponernos el corazón en un puño con una escena en un sótano al cruzarse con un personaje loco que interpreta, con su mejor pinta de tarado, Tim Robbins. He ahí el gran talento de Spielberg: dirime la destrucción del mundo con una batallita en una habitación cerrada a la que no puede entrar la niña Dakota, ni por lo tanto sus ojos (su mirada), ni por lo tanto los nuestros.

Es la filosofía de Spielberg en «La Guerra de los Mundos»: hay tantas cosas pequeñas que no podemos ver, que acaban empequeñeciéndonos las grandísimas que sí nos muestra. La capacidad destructiva de nuestros invasores, la incapacidad de los humanos para organizar una defensa, la fuerza de voluntad y las ansias de supervivencia de los protagonistas en contraposición con el resto de la gente, que quedan convertidos por la película en tristes terrícolas anónimos sin organización, sin tierra, país, estado o comunidad autónoma... Avanza la película entre grandes imágenes y decorados fastuosos, hasta que se decide a borrar de un modo precipitado la invasión marciana por métodos que hoy resultan pueriles, si no se trabajan un poco más... No sirve decir «y los marcianos se pusieron malitos y se murieron». Tanto en esa resolución, que es la original pero no está puesta en hora, como en el desenlace muy al gusto de Spielberg, los guionistas han estado torpones.

Pero no quisiera dejar una impresión completamente negativa de esta película, que tiene algunos momentos impresionantes, nunca vistos, y que tiene, también, una cierta sobredosis de Cruise, pero que resume de algún modo esa intensa y aventurera desazón del siglo XX de verse invadidos por los marcianos, y que propone esas viejas preguntas que se hace cualquier generación desde que se inventó el papelillo de fumar: ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos?, ¿quiénes somos?...

«La Guerra de los Mundos» es la contraportada de «E.T.», pero, lo que es más importante, está en consonancia inversa con el inevitable Encuentro de Civilizaciones que predica Zapatero.

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