La tercera
¿Dónde está la gente?
El mecanismo de la mercadotecnia se ha trasladado al territorio mismo de la complejidad: la política, la vida, la persona
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Trabajo en publicidad, el esfuerzo que hacen las compañías que producen y venden bienes de consumo por explicarse. Es obvio que la publicidad depende de alcanzar al público. Desde antiguo ha habido empresas que se han dedicado a captar nuestra atención o, en palabras ... de Paolo Vasile, a fabricar audiencia. Después esa audiencia se vende a las marcas. Ya se sabe, cuando algo es gratis, el producto eres tú. Mi oficio era relativamente simple en la época en que las audiencias estaban convocadas en unos pocos medios de gran influencia: la radio, la prensa, las revistas, y sobre todo la televisión. La gente, la inmensa mayoría de la gente, nos veía y nos escuchaba casi por obligación. El foco estaba puesto en la brillantez, en la eficacia de ese mensaje. Pero la mera repetición también funcionaba. La primera amenaza a esa unanimidad fue la llegada de los canales de televisión privados, y con ellos la de una peligrosa herramienta de distracción llamada mando a distancia. Luego llegó internet. La audiencia no ha dejado de fragmentarse desde entonces. Hoy encontrarla es un trabajo arduo, casi imposible.
Los nuevos fabricantes de audiencia son los buscadores (quizá sería mejor decir: el buscador). Y las redes sociales. Nos regalan sus carísimos productos para vendernos a nosotros y ahora, además, también nuestros datos personales: nuestros actos, nuestros gustos, nuestra vida privada, que cedemos con inconsciente alegría. Casi el 80 por ciento de los ingresos de Google, una de las compañías más poderosas del planeta, proceden de la publicidad. Ya no son audiencias masivas como las de la televisión de antes, son audiencias muy segmentadas, incluso individualizadas. «Estoy interesado en encontrar a señoras mayores de 45 años que hayan buscado zapatos de tacón rojos en los últimos seis meses». Aquí las tiene.
El director de marketing global de Pepsi explica que años atrás su compañía producía cuatro piezas audiovisuales al año (lo que llamamos 'spot', o anuncio de televisión). Y dedicaba a cada una de ellas un millón de dólares de presupuesto, y ocho meses de trabajo. Hoy, para intentar alcanzar a toda esa gente dispersa que está donde le da la gana, producen 4.000. Y emplean el mismo dinero, y el mismo tiempo. La fragmentación de las audiencias ha cambiado mi oficio por completo y para siempre. Somos esclavos del algoritmo. Y pronto de la inteligencia artificial. Los americanos, que encuentran etiquetas para todo, lo resumen diciendo que hemos pasado de la era de los 'Mad Men' a la de los 'Math Men'.
Si hoy una marca produce 4.000 anuncios distintos, el riesgo más obvio es que esos 4.000 anuncios expliquen 4.000 marcas distintas. Que la fragmentación de canales acabe fragmentando la marca. Cuando se producían solo cuatro anuncios al año, la diferencia y el valor de las compañías, que es lo que constituye su marca, se trasladaban de una manera directa. Los medios que utilizábamos eran muy poderosos. (Una digresión: cuando hoy esos mismos medios se quejan de que las redes sociales influyen peligrosamente en el comportamiento de la gente, y que son una amenaza para la democracia, pretenden que olvidemos que no ha vuelto a existir una influencia tan decisiva, ni tan manipuladora, como la que ellos ejercían entonces. «Nosotros le decíamos a la gente lo que tenía que pensar», me comentó una vez el director de un periódico. Y tenía razón.)
¿Cómo sobrevive una marca en este laberinto exponencialmente fragmentado y permanentemente móvil? Es una pregunta difícil para la que no hay una respuesta clara (aunque hay quien la responde con claridad, porque cuando nadie sabe nada es cuando más expertos aparecen). Si tengo que dar mi opinión diría que hoy, más que nunca, la clave es la estrategia. En este escenario de canales y audiencias fragmentadas, no saber quién eres y dónde vas se puede pagar muy caro: dispersión, irrelevancia, banalización…
A la pregunta de qué cambiará en los próximos diez años, Jeff Bezos, el fundador de Amazon, responde que prefiere identificar lo que no cambiará: «Puedes construir estrategias en torno a cosas que serán estables en el tiempo». Hablo de comunicación. De ocupar un pequeño espacio en la cabeza y el corazón de la gente. De decidir quién quieres ser y dejar de explicar demasiadas cosas a demasiados (elegir una posición en el mundo es renunciar a todas las otras). De sentir que cada cosa que dices, y cómo la dices, construye algo. De crear un orgullo de pertenencia, eso que llamamos cultura, y que transparenta más que cualquier mensaje la esencia de una empresa. Pero hablar de estrategia de comunicación en los consejos de administración es casi un atrevimiento, una frivolidad.
Es sorprendente comprobar cuántas compañías han olvidado, o han confundido, la razón por la que existen, sin la cual definir una estrategia no es posible. En esa confusión a menudo se dejan arrastrar por las tendencias universales de un mundo en transición, que precisamente porque son universales conducen fatalmente a la indiferenciación. Es lo que ahora llamamos propósito de marca. Pero ser sostenible o inclusivo es una obligación de todos, como lo ha sido siempre ser socialmente responsable. Reivindicarlo públicamente disfraza una vanidad obscena y una profunda miopía estratégica, pero también una necesidad de aprobación cercana a la hipocresía. Y conduce, a la larga, a la irrelevancia. Las empresas que no avanzan mueren. Adaptarte te permite sobrevivir, pero no te diferencia. Y si no te diferencias, no existes. Por otro lado, la estrategia implica una mirada de largo plazo que contrasta con la inercia del cortoplacismo de lo financiero y de lo político, y con la aparición constante de novedades tecnológicas que alteran la capacidad de imaginar un horizonte.
La reciente polémica sobre la inteligencia artificial nos ha recordado la importancia de pensar en las consecuencias de nuestros actos. Sorprende que se nos olvide, pero es que nunca habíamos avanzado a tanta velocidad. Hablo de mi oficio y de la fragmentación de los canales y las audiencias. Pero no es difícil extrapolar esa fragmentación a todo en general. También podemos llamarlo fractura, rotura. Acabo de leer a Paul B. Preciado y su reivindicación de la no asignación de género en el nacimiento, por ejemplo. Una de las consecuencias más evidentes de la irrupción de internet ha sido transparentar de nuevo la extraordinaria complejidad del mundo, que habíamos conseguido ordenar con más o menos acierto durante los últimos siglos. Una marca es una simplificación. Para ser entendida debe luchar contra la natural tendencia universal a la disgregación, hoy multiplicada. Simplificar funciona en un entorno de mercado competitivo. Tristemente el mecanismo de la mercadotecnia se ha trasladado al territorio mismo de la complejidad: la política, la vida, la persona. Los populismos, las dictaduras, son simplificaciones que prometen aliviar esa rotura. No creo que los países, o los seres humanos sean marcas. Son demasiado complejos, demasiado paradójicos, demasiado misteriosos para ser algo tan simple. Otro freno a la necesidad de pensamiento estratégico es el pesimismo estructural. Cualquier estrategia es necesariamente optimista, pero el optimismo tiene poco prestigio. Preferimos inventar apocalipsis. Nunca hubo tantos.
Henry Kissinger afirma en su última y larga entrevista para 'The Economist': «Estados Unidos necesita con urgencia un pensamiento estratégico a largo plazo. Ese es nuestro gran reto, y debemos resolverlo. Si no lo hacemos, las predicciones acerca de nuestro fracaso se cumplirán». Audiencia fragmentada, atención fragmentada, realidad fragmentada. Pero nada nos impide coser algunos de esos trozos e imaginar un sentido. Una dirección, un rumbo.
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