Complemento circunstancial
Como si lo hiciera otro
Una sociedad que, en vez de mirarse por dentro, aprovecha cualquier excusa para mirar la paja del ojo ajeno
El pequeño Mateo no sabía que su pueblo se llamaba Samarra y que la muerte lo iba a encontrar allí, en el pabellón deportivo, un domingo de agosto, cuando Mocejón aun remoloneaba entre las sábanas, aprovechando la tregua de la mañana en este tórrido mes ... de agosto. El calor, el mismo calor que retrataba Albert Camus en 'El extranjero', un partido mañanero y un encapuchado que acabaría con la vida de un niño de once años, que reconocía –la detención se produjo un día después del suceso- haber cometido el crimen como si estuviera en un videojuego, como si otra persona estuviera controlando su cuerpo y su mente en ese momento. Era domingo y el presunto –y confeso– criminal se fue a misa de doce con su padre, como si tal cosa. Su discapacidad intelectual podría ser un factor determinante para comprender –si es que puede comprenderse una cosa así- por qué alguien se levanta por la mañana, coge un arma y le asesta once puñaladas mortales a un crío que jugaba al fútbol con sus amigos.
El asunto no sería más que un asesinato, de los tantos asesinatos incomprensibles que se cometen cada año, cada verano; recuerde los Galindos, Puerto Hurraco, el asesino de la ballesta, el de la baraja, las asesinas de San Fernando… si no hubieran saltado los resortes de la máquina del odio –más poderosa que la del fango– en este país. Que si los menores migrantes que acoge Mocejón, que si los yihadistas, que si los musulmanes… bulos que fueron desmontándose con el paso de las horas pero que sembraron la duda y, sobre todo, el pánico en la pequeña población toledana, alimentados desde diferentes sectores para los que todo encajaba a la perfección. Bulos que han sido condenados por la propia familia de Mateo y por el Gobierno de Castilla-La Mancha, que han pedido expresamente el rechazo a estos «sembradores de odio» que abonan un terreno cada vez más fértil.
Porque a Mateo no lo han matado los emigrantes, ni los menores sin papeles. Lo ha matado un joven español, presuntamente perturbado en sus capacidades intelectuales que vivió el momento «como si lo hiciera otro». Y quizá, esto es lo más preocupante de todo, porque su declaración nos habla de la responsabilidad. Una responsabilidad que no sienten la mayoría de los jóvenes de este país, para los que siempre hay una segunda, tercera, cuarta oportunidad. Una responsabilidad que los padres intentamos postergar cada vez más para que nuestros hijos crezcan sin saber que todo tiene consecuencias y que la vida no es un videojuego ni un reel en Tiktok. Casi tres horas diarias de media pasan nuestros niños en las redes sociales. Un dato que debería ser alarmante para padres, educadores y para la sociedad. Una sociedad que, en vez de mirarse por dentro, aprovecha cualquier excusa para mirar la paja del ojo ajeno, porque es más fácil echarles la culpa a otros –«como si lo hiciera otro»– que asumir que esto se nos está yendo de las manos.
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