J. Félix Machuca - PÁSALO
EL REY DE LA CASA
EL día que le desconcharon el mito, en un patio de colegio húmedo, con columnas y arcos de casa vieja sevillana, dejó de ser un niño y el secreto revelado no lo hizo más sabio, pero sí más triste. Aquel día sintió en su infantil mundo de estrellas ingrávidas y noches gobernadas por la magia de los sueños, un irresistible desdén por aquel amigo. Su mejor amigo. Con el que tiraba piedras a las palmeras para coger dátiles de la que crecía con apego de oasis beduino en la Casa de los Artistas. Con el que compartía cuñas de chocolate en los recreos. Con el que jugaba al cielovoy y a la lima en las interminables y seguras tardes de la infancia. Decía Wilde que el secreto de la perenne juventud estriba en no tener nunca una emoción que te siente mal. La malaje e inoportuna revelación del amigo, hecha con la buena voluntad que empuja siempre a los niños por dejar de serlo para entrar en el mundo intratable de los mayores, fue una emoción fuerte en el corazón del chico. Y desde aquel día, el día que le tiraron al suelo tres coronas de oro, tres camellos de barro y le chocaron contra la pared de la realidad la dimensión mágica de la estrella fugaz, el chico se sintió más triste. Como si aquel inoportuno descubrimiento hubiera sido una emoción tan insoportable como una regañina de su madre. O una noche de Reyes que no pasaba de ser de disfraces.
Desconchado el mito, escombrado todo un mundo que estuvo blindado por los muros de cristal de la insuperable fantasía infantil, el chico quiso com- probar con sus propios ojos lo que el amigo le había desvelado. Aún guardaba en su corazón la esperanza, siempre la esperanza, de que le hubieran mentido, que su amigo, por hacerse el guapo, por manejar los secretos de los mayores y él haberlos descubierto, le hubiera revelado un secreto falso, tan falso como la bolas de barro que se deshacían cuando se enfrentaban a las de china o cristal por las aceras de la calle Feria. Deambuló por su casa, fintó el marcaje de su madre y se fue directamente a los altillos del ropero. Pilló una silla de caoba que hacía juego con el tocador espejado donde su madre se ponía bonita para llevarlo de paseo a los jardines del Cristina, se empinó sobre ella y abrió los altillos. Fue como ver, de pronto, la boca del lobo o la radiografía de la muerte de su infancia. En ese mismo instante dejó de ser el propósito de espumas y ángel que era, para empezar a consumir sus primeros minutos como una víctima de la verdad. Todo el ropaje vaquero de Jim El Pecas estaba allí, reluciente pero sin brillo. Y un magnífico balón de cuero de casa Arza esperaba para ser pateado sin que sufriera el dolor que el chico sintió cuando descubrió que la magia es leyenda, que las leyendas son sueños y que hay sueños que al desvelarnos la naturaleza de sus entrañas son tan ingratos como la niña rubia de las trenzas de oro que jamás le regaló una mirada en el colegio.
Cuando el Ateneo puso en marcha ayer tarde esa cabalgata donde aún permanecen intactas las coronas, los camellos, la estrella más ilusionante, la magia de Oriente sobre purpurina de plata y oro, aquel chico de hace tantos y tantos años siguió viendo en la calle lo que ya apenas si recuerda en su memoria, pero que se repite en el escrito asombroso e impresionable de la caligrafía de los ojos más pequeños. Y en esa mirada nos espiamos. Nos vemos. Nos descubrimos. Nos trasportamos. Llegamos, por encima de las trampas del tiempo y de los mitos derribados, al día de la noche en la que son más que nunca los reyes de la casa. Viste a Baltasar y pusiste en su boca, como un dulce agravio por el paraíso perdido, aquello de Fito: yo soy el que llegó y el que se fue. Ayer tarde, a ráfagas de viento que arrastra la hojarasca de la memoria, regresó y fuiste más niño que nunca. Instalados en ese mundo fantástico fue imposible comprender a Wilde con aquella venenosa frase: los hijos empiezan por amar a sus padres; cuando envejecen los juzgan; algunas veces los perdonan. Yo nunca tuve nada que perdonarles. Me enseñaron que lo mejor del sol es el brillo de la luna de una noche de Reyes…
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